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Channel: Página en blando

Un día sin cubanos

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 Parafraseando el título de la película de Sergio Arau, podríamos componer este otro, también adecuado para el conjunto de fotos que Mina Bárcenas estuvo exponiendo en el Centro de la Imagen durante el mes de mayo de 2005. Esto obliga a aclarar de inicio que el tema de este trabajo fotográfico no tiene que ver con los efectos imaginarios de una ausencia repentina de cubanos en la Ciudad de México. De hecho, lo interesante es que me estaría refiriendo a la ausencia (no por imaginaria, menos dramática) de cubanos en la ciudad de La Habana, sitio donde fueron tomadas todas las fotografías.
Hay lugares que poseen iconos suficientemente fuertes como para poder prescindir de sus habitantes. Para reconocer París en una foto, no necesitamos reconocer a los parisinos que aparecen. Basta con que aparezca la Torre Eiffel. Si está la Estatua de la Libertad ya no necesitamos que haya neoyorkinos. Si vemos la pirámide de Keops, no importa si aparecen o no algunos egipcios. Pero es difícil reconocer La Habana en estas fotos donde no aparecen mulatas que sonrían a la cámara, negros bailando entusiasmados, niños jugando despreocupados, parejas besándose en el malecón, gente agobiada en una larga fila, o enracimada en algún medio de transporte público. Pareciera que en lugares como La Habana, los habitantes son los verdaderos íconos (y probablemente el verdadero paisaje) de la ciudad. Son las figuras que dan identidad al lugar. De modo que su ausencia en cada foto, es probablemente uno de los elementos más significativos, uno de los más inquietantes, uno de los más ambiguos.

Hablo de una ausencia premeditada, buscada y construida por la fotógrafa. No es una casualidad, es una necesidad dentro del discurso que la autora pretende articular. Paradójicamente, no es un discurso sobre las ausencias, ni sobre las pérdidas, sino sobre las apropiaciones, las recuperaciones y los rescates.
 Territorio de nadie reúne fotos realizadas en los diversos viajes que Mina Bárcena ha hecho a Cuba.  Durante esos viajes, Mina se dedicó a fotografiar lugares que son emblemáticos dentro de la ciudad de La Habana, en algunos casos, porque son reconocidos dentro y fuera de la ciudad, y porque de alguna manera la representan. En otros casos, el carácter emblemático viene por lo que significan o significaron esos sitios para los habitantes de la ciudad, para las personas que los vivieron, que los incorporaron a su propia experiencia cotidiana de la ciudad. Lo que sí es evidente, en última instancia es que esos sitios fotografiados por Mina, tienen para su propia biografía una particular relevancia.
Este conjunto de fotos resume una época más que un espacio. Y esto nos hace sentir que el efecto de la migración no tiene que ver solamente con el movimiento de un territorio a otro, sino también de un tiempo a otro. Emigrar no es solamente ausentarse de ciertos lugares, sino también de ciertos momentos y, de igual modo, ausentar esos lugares y esos momentos de nuestra experiencia. Y trasladarlos hacia el ámbito de la memoria. Por eso estas fotos sin gentes (esa Cuba sin cubanos) tienen la cualidad casi onírica, casi fantástica, de los recuerdos.
Las fotos vienen acompañadas de textos, alusivos a los lugares fotografiados, y a las vivencias particulares de la autora. Los textos proveen de un contenido literario a la obra, completando la imagen y haciéndola más intensa. Son evocativos, pero también narrativos, y en ese sentido complementan la narratividad de la foto. De hecho, otorgan narratividad a unas fotos, que por sí solas serían puramente descriptivas, estáticas y bastante enigmáticas.
Para los interesados en el tema cubano, que en México pueden ser muchos, estas fotos ofrecen un punto de vista no común. En primer lugar bastante deslindado de las tradicionales fotos de viajes, de las perspectivas del turista que descubre un espacio pintoresco, e incluso, del exiliado que regresa marcado por la nostalgia, a buscar un territorio ya irrecuperable y ajeno.
El territorio que nos descubre Mina Bárcenas es, como bien dice el título, un territorio de nadie, lo que es decir, de todos, un espacio sobre el cual no existe control institucional, ni individual. Esto incluye tanto esa zona de la historia recuperada por los textos y las fotos, como esas referencias iconográficas y estilísticas, también históricas, que la autora convierte en citas y paráfrasis de fina elocuencia. Pues en estas fotos podemos reconocer muchos de los símbolos y los lugares comunes que marcaron una época de la fotografía cubana, retomados con espíritu ligero, que oscila entre el homenaje y la irreverencia, entre la ingenuidad y el ingenio.
Creo que se necesita audacia, talento e inteligencia para convertir una obra de tono autobiográfico en un documento generacional (o un espacio público en un espacio autobiográfico). Tanto como para convertir una iconografía de “color local” en una iconografía ambigua y desarraigada. Mucho influyen las circunstancias para esta feliz resolución de la obra. Porque estamos hablando de un trabajo que se realizó en el momento y desde el lugar oportunos. Es decir, desde fuera y a posteriori. Eso les da cierto carácter marginal, que no  es ajeno a la posición que tiene una fotógrafa como Mina Bárcenas respecto a la fotografía cubana. De hecho, Mina es una especie de outsider de la fotografía cubana, que se ha mantenido con dignidad en esa posición periférica respecto de lo que pretendió en alguna ocasión presentarse como un movimiento. Incluso creo que si algo viene a ratificarse en este conjunto de fotos es esa posición colateral. Aunque parte del contenido y del efecto estético de estas fotos depende del hecho de haber sido realizadas por una cubana emigrada, lo cierto es que en términos pragmáticos debemos aceptar que esta obra contribuye a ratificar a Mina como una artista que ya está fuera de las corrientes que identifican al arte y la fotografía en Cuba. Algo que podemos apreciar sin dramatismos, puesto que “lo cubano” en el arte va volviéndose cada vez más indefinible. Como también se hacen difícilmente sostenibles las definiciones de lo artístico sobre la base exclusiva de rasgos nacionales o locales.
La sensación última, que retengo agradecido, es que estas fotos fueron hechas para mí. Para que yo me reencuentre en esos espacios vacíos. Para que vuelva atrás en el tiempo. Para que recupere afectos que creía adormecidos para siempre. Sin extenderme mucho en el tema, debo aclarar que a estas alturas no espero otra cosa de una obra de arte, como no sea esa capacidad de involucrarme individualmente, de convertirme en parte de su biografía, de hacerme creer que estoy predestinado a ella, como si me hubiera estado buscando por todos los museos, o galerías,  hasta encontrarme. 


Contraesquinas. Fotografías de Vittorio D´Onofri

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Hay dos tipos de personas en las esquinas: los que pasan y los que ven pasar. Es un lugar que puede ser habitado y transitado simultáneamente. En mi barrio la esquina era el punto de reunión, la referencia geográfica y social del grupo. Y tenía su propia temporalidad. Una temporalidad residual, casi agónica. Era el lugar de la espera, pero también el lugar donde se pasaba el rato, donde se mataba el tiempo.
La esquina es una de día y otra de noche. Su apariencia e identidad cambian de acuerdo al ángulo de la luz o la inclinación de las sombras. También cambian los hombres y las mujeres que se estacionan ahí. En cierto momento la esquina se vuelve el lugar de la emboscada, del engaño y la traición. Repentinamente se convierte en el lugar de la muerte y la catástrofe. El lugar de lo súbito y lo inesperado. Para algunas religiones afrocaribeñas, la esquina es un lugar peligroso y ominoso, sobre todo en ciertas horas del día o de la noche. Ahí se estaciona el mal. Ahí concurren las muertes y los accidentes. Ahí viven los dioses del destino, de la duda, con su irónico avatar.

La esquina es el lugar de lo imprevisible, porque nuestra visión está limitada. Obligada a multiplicarse, la mirada termina dividiéndose, fragmentándose. Porque la esquina impone su sentido oblicuo –abrupto- a la mirada. Si digo que estas fotografías de Vittorio DOnofri están tomadas en contraesquina me refiero a un emplazamiento del cuerpo respecto al espacio, pero si digo que están tomadas desde la esquina me estoy refiriendo a una voluntad de desplazamiento de la mirada que se adapta a la geometría y a la lógica del lugar. Al contrario de lo que usualmente se siente, la esquina no reclama una visión frontal, sino periférica.
Me parece muy afortunada la elección de la cámara estenopeica para la realización de esta serie. La estenopeica genera una experiencia elástica del tiempo y el espacio. Lo que se produce visualmente es el resultado de un tiempo largo de exposición combinado con un ángulo ancho de visión. La composición se expande desde el centro hacia los bordes, como impulsada por una fuerza centrífuga. El movimiento de la mirada le resta singularidad  y hegemonía al centro focal. El foco es siempre inestable. Los objetos pierden nitidez. Todo lo que se mueve corre el riesgo de difuminarse. Esa disolvencia es la representación del transitar y del transcurrir. Mientras que una parte de la tecnología parece dirigida a ofrecer modos más sofisticados de eliminar toda evidencia del transcurrir en la fotografía, la estenopeica privilegia la representación del tiempo, extendiendo el tiempo de la representación.

En la estenopeica se diluye el instante. No hay momento decisivo. Mientras reviso y comento estas imágenes, no puedo apartar la mente de una escena emblemática: el Boulevard du Templea las 8 de la mañana, fotografiado por Daguerre. Presiento en ese viejo daguerrotipo el anuncio de lo que será siempre una de las funciones principales de toda representación fotográfica: la reelaboración estética de nuestra relación con el estar y el transcurrir. El aspecto desolado de la escena, el aire espectral de los edificios, los árboles y las sombras, la ausencia dramática de todo lo que se mueve, la soledad absurda del cliente de un limpiabotas; todo esto concurre en un efecto de fantasmagoría.
Lo que me fascina de la imagen de Daguerre es el aura en que se traduce toda la operación estética. En las fotografías de DOnofri, aunque sin la seductora pátina de lo antiguo, encuentro evidencias de ese “intercambio” que Juhani Pallasmaa atribuye a toda experiencia artística: “…yo le presto mis emociones y asociaciones al espacio y el espacio me presta su aura, que atrae y emancipa mis percepciones e ideas.” Aquí la fotografía es la superficie donde se inscribe ese intercambio. O, para decirlo mejor, la forma es la organización que expresa ese intercambio.

Con el movimiento de las composiciones y los múltiples puntos de fuga se genera un efecto de descentramiento que deriva en una sensación de caos. Las escenas tienen esa inquietud propia de los minutos previos a la tormenta. Vittorio crea atmósferas pesadas y amenazantes, que contrastan con la tranquilidad de la gente en las calles.
En verdad esa visión es muy diferente del pintoresquismo con que muchas veces se ha fotografiado a los sujetos y a la arquitectura en Oaxaca. Y sin embargo hay algo teatral en el aspecto general de la serie y eso hace que definirla como un “registro” suene demasiado conservador. En todo caso, el término obliga a preguntarse: ¿Registro de qué?
Primero hay que hacer una acotación: este proyecto tiene un doble carácter. Por una parte funciona como proyecto de autor y por otra es un proyecto de documentación, con implicaciones históricas. Todas las ciudades cambian y Oaxaca no es la excepción. Algunos de los edificios fotografiados por Vittorio DOnofri al principio de este proyecto ya no existen. Muchas de las esquinas han cambiado. Dentro de algunas décadas este archivo sera una referencia obligada para historiadores, urbanistas y arquitectos, o simplemente para aquellos que quieran reconocerse en la memoria de la ciudad, o aquellos que sientan la memoria de la ciudad como propia. No debemos olvidar que se trata de una zona urbana declarada patrimonio de la humanidad y que esa distinción oblige a la conservación de una memoria.
Por un lado, ciertamente se está formando una colección que contiene información sobre algunos elementos visuales presentes en los lugares fotografiados, especialmente elementos arquitectónicos. El centro de la composición en cada una de las fotografías está en el volumen arquitectónico y en consecuencia cada foto nos presenta una situación única, condicionada por la localización del edificio y su relación con su entorno. Además, los edificios son de los pocos elementos inmóviles en las fotos. Sin embargo, por otra parte, el proyecto contiene un aspecto autorreferencial que es insoslayable y que se refiere al acto fotográfico, organizado mediante un emplazamiento y un desplazamiento del cuerpo del fotógrafo dentro de un territorio específico. En ese sentido la serie puede ser entendida como el testimonio o el registro de una itinerancia. Cada foto pudiera ser una marca en un mapa. Cada esquina pudiera ser un lugar colonizado eventualmente por el artista.

El sentido de “registro” se sostiene además por el aspecto cuantitativo de este trabajo, por su tendencia a la acumulación o por su vocación de archivo. Vittorio DOnofri ha fotografiado más de mil esquinas del centro de Oaxaca, siempre a la misma hora, siempre en la misma posición y en condiciones atmosféricas más o menos similares. En algún punto pudiera sentirme tentado a pensar que se está fotografiando siempre la misma esquina, y que da lo mismo si se trata del cruce de Reforma con Abasolo o de Pino Suárez con Zárate, porque los gestos del fotógrafo siempre serán los mismos, porque puede terminar ensimismado en su propio ritual, porque el acto fotográfico puede volverse autosuficiente y devenir una especie de performance.
No obstante, aunque la serie tiene mucho de énfasis en la materia fotográfica y aunque el proceso tiene mucho de concentración en el propio acto de fotografiar, la cantidad de imágenes tomadas se sostiene en la variedad del conjunto y en la relevancia que adquiere cada foto por sí sola. Puede pasarse de una imagen a otra con la certeza de que siempre encontraremos una situación diferente o algún elemento visual inesperado. Aunque redundante en su aspecto estructural, y relativamente homogéneo en tanto conjunto, esta serie de fotografías mantiene un ritmo ágil y consistente. 
Ese ritmo se aprecia igualmente al interior de las composiciones individuales.  Los edificios son estáticos, pero no inmutables. Su inmovilidad es puesta a prueba por el dinamismo que se genera alrededor. En tanto registro, esta serie no es sólo un conjunto de fotos de edificios, es también una documentación de la vida que fluye en la ciudad. Es una documentación muy poética, y sin excesivo afán sociológico, pero está centrada en la vitalidad de un espacio y una comunidad, en los signos fugaces de su presencia y su transitar. Incluso en los vacíos y las ausencias, los silencios y los lapsos que quedan a su paso.  

He caminado las calles del centro de Oaxaca. Las he caminado con todos mis sentidos y creo que se necesitan todos los sentidos para percibir el aura de un espacio como ese. He guardado en mi cuerpo el recuerdo del calor y de la lluvia, el olor de la comida, las texturas del suelo y de los muros, la luz y los colores, la música y las voces y el contacto de una mano húmeda en mi mano.  Ante esa experiencia a veces la fotografía me parece excesiva y al mismo tiempo insuficiente. Demasiado esfuerzo para retener como experiencia visual algo que no se limita a la mirada. Demasiados límites para esta necesidad de recuperar lo irrepetible.

Las cosas son raras

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Alejandro Pérez Falconi. Alejados de las tiendas del pueblo

Nada es lo que parece. Y mientras más se parecen a sí mismas, las cosas, más desconfianza deberían provocar. Parecerse a sí mismo ya implica el desdoblamiento. Sólo hay similitud cuando hay otredad. La similitud no es cuestión de dos, sino de tres términos. De ahí podemos derivar otro sesgo para el tema del referente de la fotografía que, en las obras de Alejandro Pérez Falconi, se vuelve especialmente complejo, no por incomprensible, sino por ambivalente: El referente no es la cosa fotografiada, sino su recuerdo. La mejor manera de reconocer el tema de la serie Pulsaciones es acudir a nuestra propia memoria. Tal vez entonces el referente se nos aparezca como algo vago y desdibujado (ubicuo y plural), pero más cerca de la experiencia de realidad que tenemos cotidianamente.

Pudiera decir: la realidad parece real, pero no lo es. La vida se parece demasiado a la vida, pero no es. Yo me parezco demasiado a mi mismo, pero no soy. ¿Qué es lo que falta de mí en la representación de mí mismo?¿Qué es lo que falta de real en la representación de la realidad –o, digamos, en toda representación? Tal vez un extra de inaccesibilidad. Tal vez ese lastre de imposibilidad que arrastra siempre la conciencia. Sin embargo, la palabra realidad está muy socorrida porque es el comodín para hablar de todo tipo de fotografías y es el argumento de cualquier discurso sobre fotografía. Es la coartada para romper el silencio que impone cierta clase de fotografía y es la llave para sacarnos de la incomprensión y la parálisis que proponen algunas fotografías. 
Alejandro Pérez Falconi. 4´ 33"


Frente a las fotografías de Falconi la palabra realidad solamente puede ser usada como signo de lo elusivo. “Things are queer”, tituló Duane Michals una de sus series más sugerentes. Creo que con eso no se refería tanto a una cualidad física de las cosas, sino precisamente a esa condición elástica e inestable de lo real. Las cosas, cuando son miradas desde cierto ángulo, muestran su capacidad para resistirse a una lógica disciplinaria y a un orden de lo real que es confortablemente represivo. Desde que vi Pulsaciones pensé en aquella serie de Michals. Falconi hace que las cosas parezcan raras en su inmediatez y en su familiaridad. Pero sobre todo –y es en eso en lo que más me recuerda a Michals- hace que cada cosa parezca pertenecer a un universo particular, contenido y continente de otros universos.

Eso es lo que, en estas obras de Falconi, me hace reconocer ese ángulo subversivo, que descentra nuestra posición ante el tiempo y el espacio. La secuencia de la serie parece esconder una estructura autorreferencial. Los árboles fantasmagóricos de Cubiertos por una capa de nubes pudieran ser los mismos que rodean a un carrito de comida en Como en otras partes del mundo. ¿Y no aparecen de nuevo, como una escenografía lúgubre, en 4´33”? El carrito es el mismo que vemos en Alejado de las tiendas del pueblo. El interior desolado en Bajo las cosas mismas pudiera corresponder a la casa en El único huésped. Todo parece corresponder a un mismo lugar y una misma circunstancia, desarticulada para que la intuición –y la intención- del espectador reúnan las piezas, en un ejercicio al mismo tiempo detectivesco y lúdico. 
Alejandro Pérez Falconi. Bajo las cosas mismas
Pulsaciones es un ensayo con las variaciones narrativas de un evento que no tiene principio ni fin. Tal vez eso fue lo que me hizo repasar las hojas de Rayuela, la novela de Cortázar, buscando afinidades entre las fotos de Falconi y la literatura. Entre sus páginas encontré citado a Jean Tardieu: “¡Pero no se vaya a pretender que soy yo! ¡Vamos! Todo es falso aquí. Cuando me hayan devuelto mi casa y mi vida, entonces encontraré mi verdadero rostro.” Esta es la exclamación de un sujeto exiliado de la realidad. Pero la frase no tiene el tono de una queja, sino más bien de un comentario sardónico, aunque un poco amargo.

El realismo en arte, cuando no es irónico es ingenuo. Pudiera pensarse que en las obras de Falconi la ironía radica en que produce un duplicado de las cosas antes de fotografiarlas. Lo hizo con sus modelos en plastilina de obras de arte, en la serie La religión sensible, y lo vuelve a hacer ahora. De hecho, si no fuera por la ironía, todo el proceso tendría un más acentuado aire de ociosidad. Sin embargo yo creo que lo irónico está, no en hacer los modelos, sino en fotografiarlos. Es la fotografía lo que, en la obra de este autor, se convierte en una operación engañosa, precisamente porque aporta una dosis de verosimilitud. 
La verosimilitud se encarna en la similitud. El doble icónico es más persuasivo cuando su origen es fotográfico. De hecho, parece exigir una actitud más reverente, como un acto de fe. El doble fotográfico se presenta como verdad. ¿Y no es eso lo verosímil: lo que se parece a la verdad?

Y, sin embargo, “todo es falso aquí”. Haciendo gala de una especial vocación para la manufactura, Alejandro Pérez Falconi construye minuciosamente sus escenas, como si fueran, no el espacio predestinado a una acción teatral, sino la acción teatral en sí misma. Cada foto representa un momento de inacción, un especie de pausa entre lo que puede haber ocurrido y lo que puede estar por venir. La atmósfera general sugiere lo que se cierne, lo premonitorio. Y sin embargo, es en esos lapsos de inactividad donde se concentra toda la fuerza dramática de estas obras. 

Alejandro Pérez Falconi. Como en otras partes del mundo

























La palabra “pulsaciones” pudiera referirse a esos lapsos. Estamos demasiado acostumbrados a aceptar que la vida es un continuo lineal sin intersticios. Sin embargo, cada momento tiene una unidad y goza de una cierta autonomía. En esa zona de aparente autonomía es que trabaja Alejandro Pérez Falconi. Eso es evidente incluso en el nivel del discurso. Los títulos de cada fotografía en esta serie son unidades aisladas, a pesar de las filiaciones entre las diferentes imágenes. La escena que representa una cancha de basketball permite ver al fondo el recurrente carrito de comida que aparece en otras fotografías, pero el título Sé fiel al juego, ya que el juego va a ser fiel a ti no tiene ninguna conexión con el título Alejados de las tiendas del pueblo. Los títulos no son descriptivos, sino que obligan a reelaborar poéticamente la relación fotografía-texto, produciendo una nueva situación imaginaria, relativamente independiente de la escena fotografiada, o aparentemente externa a ella. Por eso la relación entre dos fotos no se reproduce en la relación entre dos textos. Eso también explica la diferencia entre el carácter abierto y fragmentado de la narración en la serie de fotos y la unidad narrativa que posee un video producido con las mismas fotografías. 

En el video esa unidad está basada en la edición y en la función del sonido. Ahí la relación entre el sonido y la fotografía sí es descriptiva y, en sus variaciones dentro de un rango dramático, produce una situación narrativa bastante típica. He visto el video como una pieza independiente de la serie fotográfica, pero lo cierto es que la narratividad del video permite ver de manera diferente cada fotografía. Con el video se puede organizar mejor el sentido de esas imágenes en torno a un relato de violencia, suspenso y muerte. 
Hay ironía en las evocaciones de un estilo cinematográfico o las citas a esquemas narrativos propios de los medios de masas. Todo el tiempo persiste la sensación de que hay un vacío que debe ser llenado por el espectador. Se nos ofrece el contexto de una historia, pero nosotros debemos imaginar a los protagonistas. Las sugerencias visuales evocan una ausencia, pero también producen un efecto de sustitución, al estilo de algunas figuras retóricas, como la metáfora o la metonimia.

Decir que estas obras representan ficciones es algo ya trivial. Lo más estimulante pudiera ser detectar cuánta afinidad hay entre esas ficciones y lo que solemos aceptar como real. Viviendo en México no puedo evitar asociar las imágenes de Pulsaciones a una cotidianidad de violencia y miedo, en la que la catástrofe se vive en un constante vaivén entre la fantasmagoría y el espectáculo.
Alejandro Pérez Falconi. Cubiertos por una capa de nubes


José Antonio Navarrete: ¿Un fotógrafo que sabe demasiado o un curador que se divierte?

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Havana, Primavera de 1957.(Impresión de transparencia, 6x6 cm)
I have never taken a picture for any other reason than that at that moment it made me happy to do so.
Jacques-Henri Lartigue

En 1957 Jacques Henri Lartigue viajó a La Habana para una exposición de sus pinturas. De ahí partió rumbo a México y posteriormente a New Orleans. Para mí, el documento más hermoso de ese viaje es esta sencilla foto de una flor flotando en el agua de una piscina. En su simplicidad esa composición evoca la simplicidad de la vida, cuando es vista con alegría y cierta pureza de espíritu. Me recuerda algunos momentos de mi infancia y me da gusto encontrar que uno de los fotógrafos que más admiro está igualmente asociado a mi memoria y a mi origen.
A Lartigue siempre se le ha atribuido esa joie de vivre. También algunos lo ven como si hubiera tenido siempre un alma infantil y cándida. Lo cierto es que sus fotografías son el resultado y el reflejo de una actitud hedonista. La vitalidad de esas fotografías no se genera, o no se limita, al objeto de la representación. Con Lartigue entendemos que la belleza puede empezar a producirse desde la sensibilidad del fotógrafo, antes de llevarse la cámara a los ojos. 
José Antonio Navarrete. Untitled Num. 13. Boxer. De la serie What Images Can Do, 2013


























Cuando vi esta fotografía de José Antonio Navarrete, pensé en la foto de Lartigue. Lo primero que me atrapó fue esa reminiscencia de felicidad y sencillez. Pero también disfruté el juego de encontrar una imagen atravesada por otra, confundidas las dos en mi recuerdo y generando un nuevo texto, tal vez imprevisto.
La equivalencia entre el boxer y la flor, flotando ambos en el agua de una alberca, es estimulante, pero debe ser vista sin mucha solemnidad. Los textos no son objetos sagrados (los textos no son objetos), así que nada en ellos debería invitar a la inmutabilidad. 
Lo único probable en la relación entre esas dos fotos es la imaginación del lector. What Images Can Do es un título bien escogido. Pone lo imaginario en el centro de la experiencia estético-artística y aunque parece demostrar, más bien interroga.
Es imposible comprender las fotografías que está exponiendo Navarrete en una galería de Miami, sin acudir a cierto saber y cierta inteligencia. El propio Navarrete ha realizado cada foto explotando concienzudamente su experiencia, después de varias décadas como investigador y curador de fotografía. A primera vista es el trabajo de un fotógrafo que sabe demasiado. Pero igualmente es el trabajo de un curador que se divierte. Por eso, tampoco se puede disfrutar de estas fotografías sin tener alguna predisposición al juego y la sorpresa.
Navarrete ha hecho esta serie de fotos en diferentes sitios del mundo, dejando ver en cada escena algún objeto de uso personal. Así parece tanto una serie sobre el viaje, como una documentación de ciertos gestos, con los que el autor marca un lugar y convierte su presencia física en una presencia simbólica. En tanto simbólica, su presencia terminará siendo reelaborada como ausencia, probablemente uno de los efectos para los que la fotografía resulta un medio privilegiado. 
Siempre he apreciado el sentido del humor de Navarrete -con esa sutileza que se mantiene pese a lo elaborado de su retórica- así que no me sorprendería descubrir que buena parte de este proyecto se ha tramado con los hilos de una refinada ironía. Pero me consta que detrás de la ironía muchas veces se oculta la timidez. Algunos malabares curatoriales en esta exposición (la inclusión de dos fotos de José Tabío, por ejemplo) son gestos que distraen de la figura de Navarrete como autor y lo devuelven al ámbito protegido y menos vulnerable del curador, aun cuando se antoja interpretarlo como una cita que deviene tautología: si el signo es una cosa que está en lugar de otra, ¿Por qué no acudir a un signo que está en lugar de sí mismo? Tal vez para Navarrete la mejor forma de citar a Tabío era citarse con Tabío.
Para mí esta cita con Navarrete fue una manera oportuna de citar a Lartigue. Eso es lo que hacen las imágenes. Improvisan itinerarios diversos en la realidad. Nos permiten encontrarnos en tiempos diferentes. Y nos esperan siempre con una promesa de felicidad.














Pequeña muerte del texto. Apostillas a la obra de Mina Bárcenas

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…sólo quien abandona el laberinto puede ser dichoso,
pero sólo quien es dichoso puede escapar de él.
Michel Ende. El espejo en el espejo


Mina Bárcenas. Mr. Vértigo

Quiero comenzar con dos recuerdos que tal vez son dos sueños. En el primero yo tengo alrededor de 10 años y estoy en la cama de mis padres, el día de mi cumpleaños, sufriendo de un resfriado que me ha causado una fiebre ligera. Mi madre ha salido a comprar juguetes, de acuerdo a una perversa disposición burocrática que sólo permite comprar tres juguetes para cada niño, una vez al año. Al regresar, trae una bolsa voluminosa, llena de libros. Yo me fijo en que ella calza unos zapatos viejos y gastados. Lo recuerdo como uno de los días más felices de mi infancia.
En el otro recuerdo hay una niña sentada en un restaurante cuyas paredes están cubiertas de espejos. La niña descubre que desde cierta posición puede ver el reflejo recíproco de los espejos, creando una especie de laberinto vertiginoso y fascinante. No voy a tratar de explicarme cómo puede encajar la niña del segundo recuerdo en el primero, pero estoy convencido que si no fuera por mi amor a los libros esa niña nunca hubiera llegado a mi vida.
La literatura es el arte que más placeres me ha otorgado. Probablemente la lectura y la escritura han sido las actividades que más consistentemente formaron mi personalidad. A estas alturas debo reconocer que incluso mi atracción por la fotografía proviene de que en ella encuentro un potencial narrativo (fabulatorio, sobre todo) y una cualidad simbólica (que a veces llamamos poética) que acerca a la fotografía y la literatura de un modo muy diferente a como ocurre con otras expresiones de las artes visuales.  Tal vez la peculiar relación de la fotografía con el lenguaje se deba a su conexión con la cotidianidad. La fotografía nos incita a renombrar las cosas sencillas, a relatar los acontecimientos mínimos, a preservar las palabras que aluden a algo inmediato.
Mina Bárcenas. Tres tristes tigres


La fotografía clama por el lenguaje y al mismo tiempo lo reta. De pronto invita a callar o simplemente aparece como una representación del silencio. Uno de los efectos más interesantes que tiene el ensayo Apostillas, de Mina Bárcenas, es que, pese a su estrecha relación con las palabras, cada foto, vista individualmente, posee un mutismo elemental. Y sin embargo, son fotos “inspiradas” por la literatura.
En este proyecto, Mina Bárcenas reúne una serie de fotografías hechas a partir del recuerdo de algunos de los libros que ha leído durante su vida. No creo que hayan tenido que ser los más importantes o los que más le hayan gustado. Es muy probable que las fuentes sean las que fueron capaces de generar recuerdos más gáficos. En ese sentido, las fotos no se refieren tanto a las historias leídas como a los rastros imaginarios que las lecturas han podido dejar en la memoria de la fotógrafa.
Con Apostillas, Mina Bárcenas continua desarrollando lo que ya es, evidentemente, la preocupación principal de su obra: la relación entre las palabras y las fotografías. Es decir, sigue experimentando con las distintas variantes de producción de la fotografía como texto. Una vez tomadas las fotos, Mina le pidió a algunos amigos artistas y escritores que leyeran los mismos libros que ella estaba citando y escribieran sus propios ensayos o poemas o relatos breves, atendiendo tanto a los libros leídos como a las fotos que ella había producido. Es como si la escritura de sus colaboradores estableciera una nueva conexión entre sus fotos y los libros, ocupando unos intersticios dejados ahí a propósito para generar nuevas zonas de rozamiento y goce (fricción y fruición).
Mina Bárcenas. Perfect Day for Banana Fish

No puedo decir esto sin recordar las imágenes que evoca Roland Barthes en El placer del texto, un ensayo que privilegia el lugar erótico de la fisura y la fugacidad: “…es la intermitencia, como bien lo ha dicho el psicoanálisis, la que es erótica: la de la piel que centellea entre dos piezas (…) es ese centelleo el que seduce...” Así también podemos captar el erotismo de estas maniobras transtextuales que elabora Mina Bárcenas. Como en cualquier ménage à trois, es en el espacio intermedio (espacio necesariamente intercambiable) donde se concentra con mayor intensidad el placer: el placer de la escritura que se abre paso entre la foto y el libro, el placer de la fotografía que viene ceñido entre la escritura y la lectura; el placer del texto que se recuerda, apareciendo intermitente entre dos nuevos textos.

Mujeres asesinadas y poetas malditos. Primer apunte

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Gerardo Montiel: espiritual, infierno, epifanía, locura


En diciembre interrumpí la lectura de 2666, la novela póstuma de Roberto Bolaño. El recuento de mujeres asesinadas se me hacía agobiante. Ni la monotonía en la narración ni el tono de reporte, entre periodístico y forense, atenuaban el impacto de tanta muerte absurda o de tan absurdas maneras de morir. Y ni siquiera el absurdo le quitaba a esas muertes el sentido ordinario y cotidiano que da la acumulación. Por eso mismo (por el tono periodístico y forense) y porque ese pasaje de la novela se desarrolla en México, me era difícil leerlo como ficción.
Ahora, leyendo Estrella distante, me encontré otra vez con el tema de mujeres asesinadas, en un fragmento en el que la fotografía tiene un protagonismo inquietante: 
La mayoría eran mujeres. El escenario de las fotos casi no variaba de una a otra por lo que se deduce es el mismo lugar. Las mujeres parecen maniquíes, en algunos casos maniquíes desmembrados, destrozados…Las fotos, en general (según Muñoz Cano), son de mala calidad aunque la impresión que provocan en quienes las contemplan es vivísima. El orden en que están expuestas no es casual: siguen una línea, una argumentación, una historia (cronológica, espiritual...), un plan. Las que están pegadas en el cielorraso son semejantes (según Muñoz Cano) al infierno, pero un infierno vacío. Las que están pegadas (con chinchetas) en las cuatro esquinas semejan una epifanía. Una epifanía de la locura.
Algo en ese fragmento me recordó a la obra de Gerardo Montiel. Por supuesto, la figura de la mujer desmembrada y la evocación del maniquí. Pero hay algo más, ciertas palabras que evocan otras imágenes y que -sentí de pronto- pudieran haber sido dichas por Montiel o a propósito de sus propias fotografías: “espiritual”, “infierno”, “epifanía”, “locura”…
Gerardo Montiel. Nocturnal de cuerpo sin cabeza. Serie Primeros apuntes para una teoría del infierno























Para no dejar cabos sueltos tengo que hacer una digresión. Ese tema de las mujeres desmembradas también me remite a la serie Lo que queda del día, de Daniela Edburg. Lo que inquieta en esa serie es que a primera vista no queda claro si uno está viendo mujeres que parecen maniquíes o maniquíes que parecen mujeres. Daniela Edburg ha dicho: “Me gusta trabajar en el borde donde las cosas se contradicen, donde es muy claro que la artificialidad es la verdadera naturaleza humana, donde un cuerpo al descomponerse hace que de la tierra broten enormes y brillantes flores de plástico.” Con tanto artificio y tanta lujuria, esas fotografías de Daniela Edburg representan el horror en su faceta más obscena.
Gerardo Montiel está en el extremo opuesto de Daniela Edburg. Ella es luminosa y diurna. Él es oscuro y nocturno. Ella es aparentemente cínica. Él es esencialmente romántico. Ella toma con ironía la relación fotografía-texto. Él toma la palabra con una seriedad casi solemne, como consciente de que está tratando con la materia simbólica por excelencia. Ella piensa la fotografía como objeto de exhibición. Él la trata como a un objeto de culto. Ambos acuden al fetiche, pero ella hace que el fetiche se desdibuje en medio de la ilusión y la parodia, como si no dejara de ser el fetiche de otro, con un toque de ligereza mundana. Mientras tanto, él señala al fetiche como quien hace una premonición que nos involucra a todos, con acento trágico. 
Son dos de los temperamentos más fuertes y más definidos dentro de la fotografía de “puesta en escena” en México. Haciendo una lectura local y ciñéndome a mi percepción de las representaciones de la violencia y la muerte en la fotografía mexicana, diría que Edburg y Montiel marcan ciertos límites entre los que se mueven algunos de los autores que trabajan esos temas. Límites que no pueden ser forzados, so pena de caer en la frivolidad o el melodrama.
Daniela Edburg. Jamón, Jamón. De la serie Lo que queda del día


























En un ensayo con el ambicioso tema de “lo espiritual en la fotografía”, publicado en ZoneZero, hace varios años, yo hablaba de la necesidad de abordar lo espiritual como una subjetividad que se encarna en el cuerpo e incluso en las cosas, mientras sugería que la fotografía fuera entendida como una objetividad que tiende a disolverse en medio de enfáticos procesos de subjetivación. En ese contexto yo subrayaba: “Las alusiones que he hecho a la fotografía como “objeto débil” se sostienen en gran medida en la detección de esos elementos de subjetividad que contribuyen a una suerte de explosión del objeto fotográfico, minando su monumentalidad y su pretensión de inmutabilidad y solidez.” 
Aún manteniendo esas referencias, creo que en la obra de Gerardo Montiel lo espiritual puede ser leído como una fuerza que habita al sujeto y que trata de desbordarlo, a veces violentamente. No sé si él se imagina a sí mismo como un sujeto que sufre, pero lo cierto es que la imagen del tormento se hace cada vez más nítida y persistente en su obra. El tormento como purificación y la violencia como liberación del espíritu son ideas cargadas de una inobviable religiosidad. La primera está en Dostoievski (en la figura ligeramente cómica y lastimosa de Marmeladof antes que en Raskolnikof), la segunda está en Nietzsche: esa necesidad de crear las propias reglas, en la conocida parábola del camello, el león y el niño, por ejemplo. ¿Serán esas las claves del perfil psicológico del asesino de mujeres en Estrella distante?
Así lo describe el narrador, casi al final de la novela: “Parecía dueño de sí mismo. Y a su manera y dentro de su ley, cualquiera que fuera, era más dueño de sí mismo que todos los que estábamos en aquel bar silencioso.” ¿Ese adueñarse de sí mismo, esa emancipación dolorosa, constituyen el proyecto “espiritual” de un psicópata?
Gerardo Montiel. Como una Venus. De la serie Primeros apuntes para una teoría del infierno





























Goyo Cárdenas, conocido como “el estrangulador de Tacuba”, es probablemente el asesino serial más famoso de México. Gerardo Montiel cuenta el impacto que le causó su historia: “Me resultaba fascinante conocer cómo piensa un asesino serial que experimenta una ruptura entre la línea del juicio, la autocrítica, su mundo alterno, y la manera en que glorifican y enaltecen a sus víctimas…” Según Montiel, conocer esas historias en su infancia le cambió la perspectiva sobre la condición humana. Ahora podemos pensar ese cambio como determinante en la formación de una exacerbada consciencia de lo estético. Por eso él no titubea al comparar la devoción del asesino con la de un pintor de Madonnas del siglo XV.
No dudo que algunos de estos personajes consideren que están haciendo arte -más allá del límite del arte- con los cuerpos de sus víctimas. Ello significaría forzar las fronteras naturales de la trascendencia. Según cuentan, Goyo Cárdenas mató a esas mujeres para después tratar de revivirlas con sustancias químicas de su propia invención. Es poco creíble, pero la ficción aquí es coherente con la finalidad “estética” del asesinato. No me sorprendió la noticia de que, después de 30 años de reclusión, el estrangulador de Tacuba tuvo su propia exposición de pintura en una galería mexicana. Al parecer, las críticas fueron favorables.
Gerardo Montiel. Marina. De la serie Cicuta

Mujeres muertas y poetas malditos. Crítica de la obra de Gerardo Montiel con efectos colaterales (II)

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Segundo apunte: mar, mara, marcela, margarita, maría, mariana, marili, marina, martha...


En el siglo XIX, a mediados o a finales del siglo XIX, dijo el tipo canoso, la sociedad acostumbraba a colar la muerte por el filtro de las palabras. Si uno lee las crónicas de esa época se diría que casi no había hechos delictivos o que un asesinato era capaz de conmocionar a todo un país. No queríamos tener a la muerte en casa, en nuestros sueños y fantasías, sin embargo es un hecho que se cometían crímenes terribles, descuartizamientos, violaciones de todo tipo, e incluso asesinatos en serie...Todo pasaba por el filtro de las palabras, convenientemente adecuado a nuestro miedo. ¿Qué hace un niño cuando tiene miedo? Cierra los ojos. ¿Qué hace un niño al que van a violar y luego a matar? Cierra los ojos. Y también grita, pero primero cierra los ojos. Las palabras servían para ese fin.
Roberto Bolaño. 2666


La mujer asesinada no es simplemente un tema en la obra de Gerardo Montiel. En la serie Cicutaél trabaja con la meticulosidad fetichista de un asesino en serie. Más que de un estilo debería hablarse de un modus operandi. Todas las mujeres han sido envenenadas. Todos los nombres comienzan con la sílaba “Mar”. En todos los casos aparece una nota escrita. Cada fotografía tiene que ser descifrada con un procedimiento detectivesco, hasta encontrar las claves de toda la serie. Es imposible leer las notas, así que en principio hay que lidiar con la duda de si se trata de suicidio o asesinato. Pero sabemos que es menos plausible un suicidio en serie. Por otra parte, queda el misterio de los nombres. ¿Qué significan para el autor?¿Por qué la sílaba “Mar”?¿Cuál es la simbología oculta en cada escena?¿Cuáles son las pistas -ese morboso deseo de ser descubierto- que nos está poniendo ante los ojos?¿Quién será la próxima víctima?
Esta es una serie que debe ser descifrada, con cierto toque lúdico, pero ofrece pistas que hacen disfrutar de la inteligencia propia, complaciendo al espectador entrenado. La estructura es clara y es bastante lineal. Hay una especie de “nitidez” que no tiene que ver con el foco, sino con la definición del ícono. El color ayuda. Es intenso. La iluminación es dramática. Cada fotografía es literalmente una escena, con todo lo que tiene de teatral ese término. Hay una disposición del espacio y una disposición del cuerpo. La serie es sumamente erótica. Y en ese erotismo yo intuyo un guiño malicioso e irónico. 
Gerardo Montiel no admite que pueda haber ironía en su obra, y lo entiendo. Compromete demasiada memoria. Expone y esconde demasiado de sí mismo. En su trabajo es más fácil detectar el dolor que el humor. Y además, hay que reconocerlo, no es precisamente un tipo chistoso. En su obra la realidad no es algo distante, sobre lo que se puede hacer bromas, sino algo lacerante y visceral, que lo atraviesa y que llega a nosotros con residuos turbios. Y sin embargo, ese juego con el espectador, esa manipulación de la mirada y el deseo, esa yuxtaposición de códigos (el uso perverso del lenguaje visual de la publicidad, infiltrado con referencias a la novela policiaca), todo eso es irónico. 
La ironía pertenece al campo de lo implícito, de lo que debe ser descifrado. La ironía pertenece al campo de lo no dicho. La ironía pertenece al discurso. Cuando hablo de ironías en la obra de Montiel, no insinúo que hay humor, ni siquiera que se está diciendo una cosa por otra, sino más bien que hay algo que no se está diciendo. La ironía, para ser explícita, requiere de un momento de complicidad con alguien. Montiel, como un asesino solitario, no acepta cómplices.
Gerardo Montiel. María. De la serie Cicuta
























Quiero intentar una breve cronología. La serie Cicuta fue realizada entre 2000 y 2001. La última novela de Bolaño, 2666, gran parte de la cual se desarrolla en la ciudad ficticia de Santa Teresa, y que ha sido identificada como Ciudad Juárez, fue publicada en 2004. Entre 2002 y 2004 la artista Lorena Wolffer presentó en diversas sedes, comenzando por el Museo Universitario de El Chopo, el performance Mientras dormíamos (El caso Juárez). En 2007 la fotógrafa Mayra Martell hizo la serie Retrato utópico de la identidad, realizada “a partir de los objetos y espacios que pertenecieron a las mujeres desaparecidas en Ciudad Juárez.” Así comienza la declaración que hace sobre ese proyecto: 
En julio del 2003, la prensa internacional se escandalizó al escuchar las declaraciones del entonces presidente de Derechos Humanos, José Luis Soberanes, quien estableció la cifra aproximada de 1000 mujeres desaparecidas en Ciudad Juárez, sin poder proporcionar un dato exacto. Hasta la fecha la cifra sigue abierta y ninguna organización ni poder gubernamental sabe exactamente cuántas mujeres están desaparecidas.
Hay algo que me impide ver como un simple tema las mujeres muertas en la serie Cicuta, aunque Gerardo Montiel no haya pretendido aludir a los asesinatos de Ciudad Juárez. Hay algo que concierne a la contemporaneidad de la obra de Montiel y que no está completo sin esos datos que acabo de citar. Digamos que una lectura contemporánea de esa obra no puede omitir dichos datos.
Gerardo Montiel. Martha. De la serie Cicuta





























Lorena Wolffer. Mientras dormíamos (El caso Juárez). Detalle de performance






































Una lectura contemporánea de esa obra no puede pasar por alto otros eventos históricos de la misma época. Sin embargo, eso no compromete a la obra, por sí misma con esos eventos. Más allá de la ficción que se relata en Cicuta, lo que simboliza es el culto al cuerpo femenino, llevado a una experiencia extrema de posesión, pérdida y aniquilamiento, por medio de uno de los instrumentos más eficaces para eso: la fotografía. Pero en esa serie la fotografía se representa a sí misma también como instrumento de una masculinidad acechante y sombría, omitida, pero no por ello menos ominosa. Eso la coloca en un punto de tensión respecto a obras como las de Wolffer y Martell.
En Cicuta las mujeres tienen nombres, pero no tienen identidad. Los nombres sirven más bien para reconstruir la identidad del "asesino". En el performance de Lorena Wolffer, y especialmente en la serie fotográfica de Mayra Martell, el nombrar es una manera de inscribir las identidades de las víctimas en los espacios vacíos que va dejando el discurso oficial. Es, en consecuencia, una manera de revocar el silencio (ese "filtro de las palabras" que menciona el personaje de la novela de Bolaño).
Las fotografías de Gerardo Montiel son seductoras (diría que excepcionalmente), las de Mayra Martell son menos espectaculares, aunque la mayoría también se disponen como escenas, pero son sobrias y tristes. En el performance de Wolffer el cuerpo desnudo, la gestualidad y la música de fondo forman una especie de contratexto que de pronto parece provocar a la mirada masculina, cuando en realidad la impugna. Frente a las fotografías de Cicuta el espectador masculino puede asumirse como testigo o detective, pero en verdad es el principal sospechoso.
Mayra Martell. Cinthia Jacobeth Castañeda Alvarado. 13 años. Desapareció el 24 de octubre de 2008


















Notas para reconstruir este artículo:
1-El hecho de que, según estadísticas, entre 80% y 90% de los asesinos seriales 
siempre fotografían o videograban a sus víctimas antes, durante o después de 
asesinarlas, y esto es en sí mismo, una puesta en escena para la cámara con 
tintes fetichistas. De ahí que en 2001 la serie Cicuta representara una suerte de 
juego relacionado con la fotografía publicitaria, la nota roja, y la pulsión primaria de 
la mente asesina. Aquí el espectador tenía el papel de detective, pues a través de 
las imágenes reconocía las evidencias que le permitirían determinar la causa de 
muerte de las retratadas. 
Gerardo Montiel: https://centrodelaimagen.files.wordpress.com/2010/11/aqui2.pdf
2-Sin embargo, a mí me surgieron varias dudas, entre ellas, ¿en qué momento las mujeres se pueden volver ficticias?
Mayra Martell: http://www.mayramartell.com/ensayo.php
3-Caso 10: 1993, junio 11. Desconocida. Se desconoce la edad. Semidesnuda. Camiseta blanca. Tenis negros. Violada y estacada. Acuchillada y con fractura en el cráneo. Se encontró en el traspatio de la preparatoria Altavista, sobre camino de terracería, al borde del río Bravo.
Voz del narrador en el performance Mientras dormíamos (el caso Juárez) de Lorena Wolffer.
4-Dos días después de aparecer el cuerpo de la primera víctima de agosto fue encontrado el cuerpo de Emilia Escalante Sanjuán, de treintaitrés años, con profusión de hematomas en el tórax y el cuello. El cadáver se halló en el cruce entre Michoacán y General Saavedra, en la colonia Trabajadores. El informe del forense dictamina que la causa de la muerte es estrangulamiento, después de haber sido violada innumerables veces.
Voz del narrador en la novela 2666, de Roberto Bolaño.
5-Video del performance Mientras dormíamos (el caso Juárez) de Lorena Wolffer: http://www.lorenawolffer.net/videos/video_md.html

Tania Bruguera: El arte de la postguerra

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Preámbulo (¿Y el enemigo?)

Evidentemente el enemigo no era el gobierno de Estados Unidos. El enemigo estaba y sigue estando dentro de Cuba. Todo aquel que cuestione al gobierno de Raúl (antes Fidel) Castro, se convierte en el enemigo. Quien no esté de acuerdo con su ineficiencia, con su autoritarismo, con su demagogia y su corrupción, no tiene derecho a expresarlo. Hay que encarnar el miedo, el silencio o la mentira, so pena de pasar a formar parte de las filas del “enemigo”.
El enemigo no es ese ejército invasor, esperado durante tantos años y que ya amenaza con no presentarse. El enemigo es todo aquel que, en Cuba, trate de contestar al discurso del poder, buscando una pizca de razón o de verdad. Si usted no cree en el discurso oficial, y lo expresa libremente, se convierte en el enemigo. Pero, curiosamente, si usted es de los que sí creen en el discurso oficial y decide actuar en consecuencia y esperar coherencia del gobernante, también se convierte en el enemigo. Sólo se salva de eso quien finge, quien simula y quien miente: “no creo, pero digo que sí creo, pero no soy tan tonto como para actuar en coherencia con lo que digo.” 
Raúl Castro puede desgañitarse diciendo que vamos a convivir con nuestras diferencias, pero eso es sólo una bandera blanca para los políticos del país vecino. Dentro de Cuba eso no convence, porque dentro de Cuba todos saben que la diferencia es el enemigo.

Arte de la postguerra

Tania Bruguera. Memoria de la postguerra III, 2003
He vuelto a leer un breve artículo que escribí hace casi 20 años, sobre la obra de Tania Bruguera, y creo que mucho de lo que digo ahí debería ser corregido. Sin embargo, hay un fragmento, en donde hablo de su periódico Memoria de la postguerra, en el que digo que esa no fue una obra frustrada, sino una obra que incluía la frustración entre sus funciones. Memoria de la postguerra fue probablemente la primera acción explícitamente política de Tania Bruguera, en tanto se apropiaba de uno de los recursos más caros para el ejercicio del poder por parte del Estado cubano: la prensa. Cierto que era una apropiación simbólica porque Tania no intervenía en ninguno de los periódicos oficiales (y todos los periódicos en Cuba son oficiales), sino creaba uno propio, aparentemente dirigido a funcionar dentro del ámbito de la institución-arte, pero que constituía un reto al control del Estado sobre el discurso y sobre el espacio público. 
Memoria de la postguerra solamente tuvo dos números impresos, en la primera mitad de la década de 1990, e inmediatamente fue censurado. Según se explica en la página web de la artista “el Consejo de las Artes Plásticas llamó a no crear un segundo número. Al circular éste fue censurado, se recogió una parte de los impresos para evitar su distribución y se amenazó con una pena  de hasta 15 años de privación de libertad.” La tercera edición del periódico se realizó en la década siguiente.
La posibilidad de la censura siempre estuvo prevista. Por eso decía que la frustración del proyecto era parte de su funcionalidad. El arte político, tal como lo hace Tania Bruguera, puede dejar a algunos con la sensación de que se están realizando acciones que no conducen a ningún resultado concreto. Pero sería ingenuo esperar que el Papa respondiera a la solicitud para conceder la ciudadanía del Vaticano a todos los inmigrantes ilegales (proyecto El efecto Francisco, 2014) como sería perverso esperar que Tania se volara los sesos mientras jugaba a la ruleta rusa frente al público de la Bienal de Venecia (en Autosabotaje, 2009).
El arte político ni siquiera conduce necesariamente a una “obra”. De hecho el arte político sólo puede ser aceptado como tal si trae el germen de su propia negación como “arte”. Por otra parte, el arte político -tal como lo asume Tania Bruguera- me parece más eficaz en la medida en que muestra -estéticamente, digamos- los límites de la política cuando no es ejercida desde o a través del poder.
Público esperando por Tania Bruguera en la plaza para la realización
del performance El Susurro de Tatlin # 6 (versión para La Habana),
el 30 de diciembre de 2014.
Creo que el proyecto más reciente de Tania Bruguera, que la llevó a ser detenida por la policía cubana tres veces en tres días, es un buen ejemplo de ese emplazamiento de lo artístico en los límites de su propia (im)posibilidad. También en este caso me atrevo a insistir en que no se trata de un acto frustrado. Al intervenir para cancelar el performance, el Estado cubano pasó a formar parte del mismo. Al negarle el micrófono al público y cedérselo a Rubén del Valle (Presidente del Consejo Nacional de las Artes Plásticas y responsable inmediato de la censura del proyecto) las autoridades cubanas cumplieron con su parte en esta nueva escenificación, de una manera bastante predecible. También era previsible la apatía (o la parálisis) de los diferentes actores del campo artístico en Cuba ante la propuesta de Tania Bruguera. Eso es lo que le ha dado sentido desde el principio al término “susurro” en el título del proyecto. El susurro (el “rumor”, decía yo desde finales de la década de 1990) es la imagen que mejor refleja el acomodamiento del arte cubano en los márgenes del discurso. El silencio forma parte de esta escenografía en la que se ha puesto en crisis una vez más, tanto el concepto de obra artística como el concepto de público. La obra censurada representa el miedo de los censores. El susurro, como versión sofisticada del silencio, representa el miedo de la sociedad.
Desarrollo del performance El Susurro de Tatlin # 6 (versión para La Habana). Centro Wifredo Lam, 2009

Quiero creer que lo que acaba de pasar en torno al proyecto de Tania Bruguera puede contribuir a una desintoxicación paulatina de las relaciones entre los artistas y el Estado en Cuba. De momento me parece muy significativo que todo esto haya ocurrido a pocos meses de que se inaugure la 12a Bienal de La Habana, un evento que pretende privilegiar en esta edición a propuestas artísticas que tengan que ver con la ciudad, las comunidades, sus “micro-políticas y micro-espacios de socialización”. Pueden imaginarse los malabares que hay que hacer para organizar una Bienal con esos presupuestos sin irritar a nadie en alguna oficina del Ministerio de Cultura o de la Seguridad del Estado. ¿Como ampliar las “disímiles  miradas sobre el papel y las funciones  de la curaduría en los escenarios actuales” cuando el proceso curatorial estará transido por el temor y cuando la única manera que se conoce de enfrentar la censura es la autocensura? 
El arte de Tania Bruguera constituye un gran reto para la censura porque no hay una obra que esconder. Lo que se abre ante el poder es un espacio simbólico en el que toda intervención es una forma de participación. Lo que convierte a la obra de Tania Bruguera en algo muy incómodo para el Estado cubano es precisamente su capacidad de incidencia en lo simbólico mediante operaciones que, por añadidura, se apropian de una serie de íconos que en principio parecían intocables. El micrófono y el podio, por ejemplo, que durante décadas parecieron como extensiones (y como representaciones) del cuerpo de Fidel Castro y mediante los cuales construyó su imagen de dueño del verbo, son expuestos en El Susurro de Tatlin # 6 como objetos profanos y democráticos. En la versión realizada en el Centro Wifredo Lam, en 2009, el trabajo sobre el ícono era mucho más elaborado, pues incluía los uniformes verde olivo y las palomas, rearmando no ya la escenografía, sino la teatralidad misma (¿la liturgia?), mediante la que se ha mantenido la relación entre el Estado y la sociedad, desde enero de 1959 hasta la fecha. Tania explicó entonces que las palomas utilizadas en su performance estaban entrenadas. Todavía en un artículo publicado por Jorge Oller, el 30 de diciembre de 2008, se insistía en que las palomas que aparecen junto a Fidel Castro durante su discurso en el campamento militar Columbia habían llegado por azar, aunque el periodista no deja de infiltrar, entre líneas, una lectura casi religiosa del hecho:
Discurso de Fidel Castro en el Campamento de Columbia
el 8 de enero de 1959
"Tres palomas de una casa cercana despertaron por la algarabía  y los aplausos del pueblo. Atraídas por la luz de los reflectores que iluminaban fuertemente a Fidel (Castro) comenzaron a revolotear  alrededor de él. Una de ellas se posó en su hombro izquierdo mientras que las otras dos caminaban por el borde del podio. Los flashes de las cámaras se sucedían uno tras otro y los aparatos de cine funcionaban sin parar para captar aquella increíble escena. Para los creyentes era una bendición de Dios, un milagro. Para otros simbolizaba la paz.  Pero la mayoría sabía que era un capricho de la naturaleza y presagiaba el destino de la Revolución y de Fidel (Castro): construir una sociedad culta, saludable, justa, libre y soberana digna de aquella merecida demostración de confianza y cariño que le había dado el pueblo."
Desde entonces la imagen de Fidel Castro se ha incrustado en el cuerpo y la memoria social como una forma de apropiación de lo simbólico. Con su mezcla de religiosidad, sentimentalismo y violencia, de melancolía, kitsch y melodramatismo, el poder en Cuba se sostiene, se justifica y se inscribe en lo simbólico, aprovechando la zona más débil de una sociedad acomplejada y supersticiosa.
Es casi risible la manera en que Oller pasa de hablar de un "capricho de la naturaleza" a hablar de un "presagio", pero en esos procedimientos perversos se ha basado durante 46 años la consagración del cuerpo del dictador, tanto mediante su imagen como mediante su palabra. Que varias decenas de personas expresen sus inquietudes en la plaza pública no constituye ningún peligro para las negociaciones entre Cuba y Estados Unidos. Lo que el gobierno cubano no puede permitir es que se desvanezca el monopolio de lo simbólico. Si las palomas siguen posándose en el hombro de cualquier hijo de vecino, ¿cómo podremos entonces reconocer al Mesías?




Los campos de batalla (Sobre la fotografía cubana contemporánea)

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...nos comemos la tierra y la tierra, que es cabal, seguramente nos devolverá el favor.
Antonio José Ponte. Las comidas profundas

Ossain Raggi. Calimete. De la serie Campos de batalla 1895-1898, 2013
A principios de la década de 1990, cuando la economía en Cuba se encontraba en el momento de su crisis más profunda, las jineteras cubanas pusieron de moda el lema “¡A la batalla!”, que inmediatamente se generalizó como un irónico grito de guerra, en un escenario que había dejado de ser heroico definitivamente. La transformación de la sociedad cubana en el siglo XX puede ser medida por el tránsito desde la frase bélica que da inicio al himno nacional (“Al combate corred bayameses”) hasta esta otra frase, “¡A la batalla!”, grito de supervivencia, que enseguida se cargó de una sorda lujuria. En ese período, calificado como “especial”, no sólo cambió el sentido de la “lucha”, sino cambiaron sus escenarios. La batalla se libraba en todos los frentes, diría el discurso oficial, con su habitual pomposidad. Pero eso en realidad significó una reducción del mundo al espacio íntimo y un afianzamiento del cuerpo individual como referencia de la realidad.
En los años más intensos del “período especial” el espacio público era percibido como un ámbito hostil y árido. El ambiente no transmitía la sensación de que se estuviera viviendo una era gloriosa en la que todo debía ser fotografiado. Se había perdido lo que Lisandro Otero describió en una de sus novelas como “aquella sensación de comenzar la historia”. Y ni siquiera quedaba la nostalgia.

Dos décadas después, cuando el fotógrafo Ossain Raggi inauguró en la Fototeca de Cuba la exposición Campos de Batalla 1895-1898, resultaba difícil encontrar algún dejo de nostalgia en su regreso a los lugares donde tuvieron lugar los combates de la guerra independentista de 1895. 
El proyecto de Ossain parece concentrado en la necesidad de una experiencia personal de la historia, por medio del acto fotográfico. No resulta en un embellecimiento del lugar ni en una investigación sobre las posibilidades narrativas de la fotografía. Lo que hace es plantear la contradicción entre la grandilocuencia del relato histórico (en algunos casos, hasta el término “batalla” parece exagerado) y la indiferencia con que sigue desarrollándose la vida en esos lugares, en los que se habita entre los monumentos y el olvido.
Manuel Piña. De la serie Rastros,  2003
No puedo tocar este tema sin mencionar la obra de Manuel Piña. Por lo menos dos de sus proyectos más importantes tienen que ver con la memoria colectiva y los relatos oficiales, y resultan en imágenes que transmiten una cierta banalidad. Sobre los monumentos (1998-1999) es una serie de fotografías de sitios donde hubo monumentos que fueron destruidos por la revolución. Los sitios fotografiados carecen de atractivo visual y las fotografías mismas, a pesar de que son cuidadosamente elaboradas en su composición, no representan nada que sea interesante a primera vista. La serie Rastros (2003) vuelve sobre ese tema desde otro ángulo: los campos donde en una época la población civil, organizada en milicias, hacía prácticas militares para defenderse de una supuesta invasión norteamericana. Esos terrenos, abandonados y cubiertos de maleza, han quedado como restos de una batalla que nunca ocurrió, excepto en el plano de los simulacros. Manuel Piña los representa como fragmentos de un paisaje en el que la belleza se reproduce también con un matiz sospechoso. 
Más recientemente lo épico es tratado con una ironía más explícita. Las imágenes más llamativas de la serie La guerra fría, de Rigoberto Oquendo (Chacho) son dos fotografías de sendos refrigeradores, uno fabricado en Rusia y otro en Estados Unidos, ambos igualmente vetustos y con aspecto de reliquias. Los encuadres cerrados enfatizan la superficie metálica donde se destaca la marca de cada refrigerador y el idioma en que está identificado. El close up crea un efecto confuso: nos acerca a la identidad del objeto hasta el punto en que esa identidad se disuelve. Además de lo ingenioso que resulta el juego de palabras e imágenes, el motivo de las fotografías nos remite al hecho de que, para los cubanos, la verdadera guerra se ha estado librando durante décadas alrededor de la despensa.
Rigoberto Oquendo. Frigidaire. De la serie La guerra fría, 2006-2007

Rigoberto Oquendo. Moskova. De la serie La guerra fría, 2006-2007




Abigaíl González. De la serie Hormonalmente tuyo, 2002


Bienal Héctor García. Lo que hay

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Roberto Camargo. De la serie Introspección


No es lo mismo fotografiar las protestas de los otros que convertir la fotografía en un medio de resistencia, de respuesta al poder y de subversión de las normas estéticas. No es lo mismo fotografiar cosas interesantes que librar de la monotonía a nuestra propia relación con la fotografía. A veces las ambiciones de la fotografía documental parecen haber llegado a su límite. Entre tantas fotografías que uno ve diariamente, se encuentran escenas que son conmovedoras o bellas, dolorosas o irritantes. Hay situaciones que calificamos como interesantes, algunas contradictorias, otras cómicas, pero hay poco que se salga de lo predecible. Tomamos una foto y ya sabemos lo que va a pasar con ella. Vemos una foto y ya sabemos lo que se espera de nosotros. No hay misterio. Todo está claro.
Aunque con un espíritu abierto e inclusivo, la I Bienal Héctor García no puede negar la cruz de su parroquia. Es un proyecto con una clara inclinación por el fotodocumentalismo, en cualquiera de sus variantes, y concede un lugar relevante, al menos en su discurso, a las expresiones de la denuncia y la inconformidad social. A mí me parece un gesto de coherencia con la figura histórica a quien rinde honor este proyecto y con los antecedentes de quienes lo organizan. No obstante, el resultado, en términos estrictamente visuales y estéticos, me parece por lo menos conservador.
La Bienal Héctor García se conformó a partir de dos propuestas: el concurso y el salón de invitados. Entre ambos grupos se percibe una brecha generacional bastante marcada. Mezclar los dos conjuntos de obras me parece una solución museográfica interesante y adecuada al espacio, pero tuve que recorrer una buena parte de la exposición para entender su lógica. Una vez salvado el primer momento de confusión, comencé a apreciar lo que tiene de democrática esta convivencia entre ambos grupos. Me parece bien ese toque de irreverencia, que permite a los fotógrafos más jóvenes contemplar sus propias obras en la cercanía de algunos de los autores más reconocidos en México. La convivencia se hace más cómoda porque tampoco abundan las obras maestras en la sección de maestros.
Los dos premios, que se entregaron en sendas categorías, me colocaron ante una paradoja: la foto seleccionada en la categoría de fotografía experimental y construida, tenía mucho de documento social y la que se premió como mejor documento social, tenía mucho de manipulación y puesta en escena. En el fondo me complace esa ambigüedad. Ya no es el tiempo en que se podían marcar distinciones radicales entre un tipo de fotografía y otro.
Julio César Barrita. De la serie Espacios abatidos. Cortesía Bienal Héctor García

Las fotos de Julio César Barrita (Serie Espacios abatidos) son lindas. Invitan a mirar con simpatía a los retratados. Me siento identificado con esas personas que se someten afablemente al acto fotográfico. El efecto visual no es abrumador. Se combinan las proyecciones de los familiares ausentes con la presencia de los que quedaron, de los que esperan, de los que confían. Detrás de esas ausencias hay problemas sociales, pero las fotografías muestran algo elemental, que reconforta. No sé por qué, pero se ven mejor en la pantalla de mi computadora.
México bajo secuestro, de Ricardo Hernández, puede complacer a cualquiera que ande buscando documentos sociales. De hecho el políptico, formado por seis piezas, está muy bien compuesto y tiene fuerza visual. Pero con ese título las fotos resultan redundantes, y con esas fotografías el título resulta obvio. La simpleza en la relación título-imagen refleja una elaboración intelectual incompleta. Por lo demás, de pronto pensé que si las personas no tuvieran los ojos vendados, la pieza hubiera podido ser una serie de excelentes retratos, sin dejar de atender a una preocupación social. Después comprendí que ni siquiera con los ojos vendados esos retratos dejan de parecerse a otros muchos retratos que vemos como propuestas de autor por todas partes.
Ricardo Irak Hernández García. México bajo secuestro. Cortesía Bienal Héctor García

No suelo tomar muy en serio las decisiones de los jurados. La calidad y la autenticidad de un proyecto cultural no debe medirse a partir de quién recibió o dejó de recibir un premio. Y siempre habrá criterios encontrados. Tal vez porque es un proyecto incipiente, o porque los organizadores fueron más precavidos, esta bienal no creó tantas expectativas ni polémicas en torno al concurso. Yo por lo menos sentí que su rango de pretensiones era bastante modesto y que lo más importante era invitar a la gente a ver fotografías. O, como me dijo Enrique Villaseñor, simplemente “enseñar lo que hay”.

Juan Antonio Molina Cuesta
Alejandra Zamudio Ferrao. Detenidos III. Cortesía Bienal Héctor García
Melania Rodríguez Sevilla. Coco. Cortesía Bienal Héctor García


Julio César Barrita. De la serie Espacios abatidos. Cortesía Bienal Héctor García






Rumores y redundancias. Más allá de la XV Bienal de Fotografía

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Siempre es la misma historia. En el Centro de la Imagen elaboran un proyecto para la Bienal de Fotografía, como si esta vez sí fuera a ser diferente. Luego se desgastan tratando de conseguir un presupuesto digno, como si esta vez sí se lo fueran a dar. Después sacan una convocatoria nueva, como si fuera nueva. Luego vienen los otros pasos del ritual: la recepción de obras, el jurado reunido en secreto, el montaje de la exposición, al que los trabajadores del Centro se entregan con entusiasmo digno de admiración. Finalmente la inauguración, con los mismos discursos, como si alguien los fuera a escuchar. Un par de semanas después, José Antonio Rodríguez publica una crítica demoledora, como si fuera a servir de algo.
La de José Antonio Rodríguez fue la primera crítica enérgica y autorizada que tuvo la XV Bienal de Fotografía. Por suerte no fue la única. Acabo de leer un artículo de Xavier Aguirre en la revista Replicante (tenía que ser) que hace una muy digna contraparte del discurso intuitivo de José Antonio. Hasta ahora todo lo demás han sido rumores y redundancias. No me parece relevante discutir si esta bienal fue, como sugiere José Antonio Rodríguez, una de las peores. No creo que haya parámetros confiables para determinar en qué medida esta exposición puede ser mejor o peor que otras, a menos que nos guiemos por su capacidad para constituirse en un buen espectáculo. Parece que a nivel museográfico la bienal logra mantener un estándar de dignidad, gracias sobre todo a que los autores tienen otra percepción de lo que es el objeto fotográfico y de cómo debe ser exhibido. La mala noticia es que, a nivel de contenido, no hay mucha diferencia entre una y las otras bienales y que probablemente tampoco habrá mucha diferencia con la siguiente.
¿De qué depende que un concurso sea mejor que otros? En principio pudiera pensarse que depende de los concursantes. Pero lo que se publica es solamente una mínima parte de lo que se envía al concurso, filtrada por el jurado. Así interviene un factor de azar (nadie puede controlar que se envíen buenas obras) conjuntado con un factor ideológico: el gusto, las preferencias, las predisposiciones de los miembros del jurado, su idea de lo que debe ser una “buena obra”. Todo esto está condicionado por las relaciones entre los funcionarios de la institución y los jurados, pues aunque todo concurso se presenta como un acto de no intervención, lo cierto es que el jurado es elegido por los funcionarios y, aunque sea muy sutilmente, la actividad del jurado siempre es monitoreada (ojo: no digo “influida directamente”, digo monitoreada) por la institución.
Alejandro Cartagena. Car Poolers


En ese aspecto, la burocracia del arte es timorata e hipócrita: se niega a tomar responsabilidad por su discurso, finge que ese discurso es producido y legitimado por los “expertos” al margen de la institución y solapa el hecho de que los expertos son seleccionados de acuerdo a criterios domésticos. Eso explica la dificultad para que el Centro de la Imagen organice una Bienal con un guión curatorial, resultado de procesos de investigación y juicios serios sobre el estado de la fotografía en México. Pero además, el Centro de la Imagen no tiene un equipo de investigadores sobre fotografía contemporánea (coleccionar recortes de prensa no es investigar, ni siquiera en el CENIDIAP) y ya sabemos que contratar curadores externos puede afectar la frágil estabilidad de una institución cuyo principal imperativo es la supervivencia.
Por lo demás, habría que ver si los fotógrafos están interesados en ese cambio de paradigma. Por lo que recuerdo, la IX Bienal de Fotografía, en 1999, no fue bien recibida por muchos. El  llamado “gremio fotográfico” ha hecho gala de una curiosa xenofobia que tiende a rechazar cualquier juicio que no venga de un fotógrafo o fotógrafa. Todavía el artículo de Xavier Aguirre, clama por jurados con una mayor “práctica fotográfica”, dando por sobreentendido que alguien experto en arte no está suficientemente capacitado para entender la especificidad del lenguaje fotográfico. Tal vez la única imprecisión del artículo de Xavier Aguirre sea esa: sugerir que alguien como Marcela Quiroz o el mismísimo Jesse Lerner tienen menos confiabilidad que Yolanda Andrade como jurados de una Bienal de Fotografía.
Edson Caballero. Un día a la vez

Es una paradoja, tratándose de un proyecto cuyo principal eje ideológico es la asunción de la fotografía como práctica artística. Pretender que el campo de la fotografía debe constituirse en un gremio artesanal autónomo no es la mejor estrategia para infiltrarse en los espacios del arte contemporáneo. Hasta para entender a Weston y a Cartier-Bresson hay que darse una vuelta por el surrealismo.
Hay una diferencia, no insignificante, entre pretender hacer de la fotografía un arte, y tratar de entrar al mundo del arte con la fotografía. Tal vez la Bienal de Fotografía no es un “termómetro” de la fotografía mexicana, pero sirve para tener una visión de las contradicciones que se enfrentan al asumir la fotografía como práctica artística en el siglo XXI. Con esas contradicciones tendremos que lidiar, tanto los fotógrafos como los críticos, tanto los curadores como los burócratas.
 Juan Antonio Molina Cuesta



Crítica crédula

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En los tiempos que corren el peor pecado de un crítico de fotografía es la credulidad. Una cuota razonable de suspicacia no está de más cuando se trabaja con un medio cuyas funciones principales son la ilusión y la persuasión. La tarea se hace más difícil si además la fotografía se apoya en las palabras. Ya sabemos que en el medio de la fotografía artística eso ocurre todo el tiempo. Es raro encontrarse hoy día una serie fotográfica que no venga acompañada de una historia escrita. Además ese requisito se impone desde todas las instancias: los organizadores de los concursos, los curadores, los críticos, los profesores de arte. Todos le piden a los fotógrafos que justifiquen su trabajo con un texto escrito. Y lo peor es que le creen más al texto que a las fotografías.
Paula Islas. 28/14Esta serie busca resaltar los cambios morfológicos y anímicos provocados por las hormonas durante el ciclo menstrual. Los cambios biológicos son visibles en el rostro, y su manifestación social y cultural puede advertirse en el arreglo personal de las mujeres retratadas.

 
No le hubieran dado un premio a Paula Islas en la XV Bienal de Fotografía si no fuera por lo que dice su texto. No creo que el jurado la haya premiado por haber aportado un conjunto de retratos originales y con una insólita fuerza estética. Lo que se premió fue su habilidad para relacionar esas fotografías con una historia o tal vez para hacer creer que existe relación entre las fotografías y el relato. Porque, digamos, ¿hay algo en esas fotos que nos confirme que las mujeres retratadas están ovulando o menstruando?¿Podemos ver algún cambio aparte del vestuario y la iluminación?
Con lo que nos pone a lidiar la fotógrafa –y eso sí es por lo menos un rasgo de astucia- es con nuestras propias representaciones. Sólo en una sociedad machista y llena de rastros de misoginia tiene credibilidad ese relato, no por lo que dice (mucho menos por lo que muestra), sino por lo que discurre debajo: la imagen de la mujer histérica, trastornada por sus hormonas y sus humores. Curiosamente, de esa credulidad surgen también las críticas. Xavier Aguirredice que “la serie se convierte en un planteamiento machista en donde la mujer se vuelve un ser sometido a su ciclo menstrual.” José Antonio Rodríguez también la califica de clasista y misógina: “un proceso de denigrante construcción de caracteres.” Lo cierto es que yo no veo nada denigrante en esas fotografías. Tampoco veo nada conmovedor –es cierto-,  sólo un poco de la misma apatía que contamina a la mayor parte de la retratística contemporánea.
De los proyectos que participaron en la XV Bienal de Fotografía aprecio más los que obligan a mirar, haciendo justicia a su condición de arte visual: el proyecto de Beatriz Díaz, que ya he comentado antes, el de Ramón Moctezuma o el de Luis Arturo Aguirre, por poner tres ejemplos. De la serie Desvestidas he oído pocos elogios. Es seductora, pero también es irritante. Tanta belleza andrógina inquieta, incluso a los que quiebran lanzas contra el machismo. Tanto color, tanto brillo, tanto artificio, nos obligan a aceptar lo sensorial sin mediaciones discursivas y sin coartadas. La serie compromete la mirada de la gente, compromete su cuerpo y compromete su gusto. El fantasma del kitsch acecha. ¡Hasta con pericos en la cabeza! exclama José Antonio Rodríguez con un tono que me recuerda a Baudelaire (“aunque usted no lo crea”… continúa). Y sí, usted puede hacer un consumo kitsch del color, del maquillaje, incluso de las cicatrices. Los premios de World Press Photo acaban de recordarnos que también se puede hacer un consumo kitsch de la muerte. Pero lo que casi nunca se puede hacer es mirarlos con indiferencia.
Luis Arturo Aguirre. Desvestidas
Ramón Moctezuma está en el otro extremo. Sus fotos son sombrías y lacónicas. No es un trabajo conceptual (no parece “justificado”), sino que parece haber surgido de una irrefrenable necesidad de fotografiar. Xavier Aguirre lo critica, mientras clama por fotografías “con una vocación no autorreferencial, que no caigan en fotografiar por fotografiar.” Pues mira que lo que me gusta de esa serie es justamente eso: que la fotografía se basta a sí misma, que no quiere demostrar nada. Y no me parece un acto ocioso, sino muy productivo.

Juan Antonio Molina

Lo que dejó el río. A propósito de una exposición de Mayte Tojim

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La pieza más conmovedora de la exposición Todos los ruidos están en el río es el breve poema que le da título a la muestra. Es un texto conciso y pausado. La primera parte evoca una experiencia de contemplación e introspección, con un ritmo insistente: veo la ciudad en el río/ todo está en el río / todos los ruidos están en el río… La imagen del río es apacible y monótona. Su simbolismo no es novedoso: el río recoge y purifica. Los versos asumen con sencillez su realidad poética. La imagen es aceptada con humildad. Luego cambia el tono. El río habla y a través del río fluye la voz interior de Mayte Tojim: voy al río y me dice: / las arrugas ya están marcadas, / y los ojos hundidos y los párpados caídos, / y la entrepierna carcomida por la orina / y oscurecida por los años de sangre, / y la cabeza ladeada / y la joroba pesada… En esa segunda parte del poema aparecen los motivos principales de este proyecto: el cuerpo y la memoria y una mirada absorta ante el tiempo y el dolor. La imagen parece desplazada por el cuerpo. El tono parece más directo y nos acerca más a la carne que sufre.
Mayte Tojim. Todos los ruidos están en el río

Todo el ser de la autora está comprometido en esos 11 versos y leyéndolos es inevitable suponer que lo mismo ocurre con el resto de la exposición. Mayte Tojim es una artista honesta. Esto puede parecer un juicio demasiado ambiguo, dado que en el arte los límites entre lo verdadero y lo falso están siempre en cuestión. Pero creo que es justamente esa imprecisión la que obliga al artista a concentrarse más en la fidelidad a una verdad.  Tal vez esa verdad se encuentre en uno mismo, pero es posible que a ella sólo se acceda en la relación con los otros. Lo que mejor conozco de la obra de Mayte Tojim gira alrededor de esa relación. Lo más impactante de su serie Cuerpo en construcción (2011) no era la representación y exposición del propio cuerpo, sino la manera -generosa y honesta- en que el cuerpo se comprometía en la relación con otros. Siento que hay mucho de eso también en las circunstancias que dieron origen a Todos los ruidos están en el río. A través de los olores, los fluidos, los dolores y los placeres rutinarios de otros cuerpos, Mayte nos hace presentir el suyo, entregado, no a un simulacro estético, sino a la función, antes sagrada, del cuidado y la sanación de los demás.
Mayte Tojim pasó casi un año asistiendo a las mujeres residentes en un asilo para ancianas en Francia. El proyecto que exhibe ahora, en la Alianza Francesa de México, fue pensado a partir de esa experiencia. Es evidentemente testimonial e íntimo, como un diario. Tal vez tiene algo terapéutico. Puede haber sido hecho para recordar o para olvidar. Lo cierto es que la obra se fue constituyendo mediante acumulaciones y selecciones, como la memoria misma.
Mayte Tojim. Todos los ruidos están en el río

Esta es una exposición que combina varios medios y soportes. Tiene dibujos, fotografías, videos, textiles, objetos, documentos y diversos textos escritos. Solamente enumerarlos me ha hecho dudar de que tanta diversidad sea fácil de acomodar en un conjunto, pero sobre todo me hace dudar de que sea necesaria. No estoy seguro de qué hubiera sacado yo, estando en el lugar de Mayte, pero estoy seguro de que hubiera eliminado una buena parte del obraje. Las telas oscuras con textos parecen fuera de lugar en el espacio demasiado abierto y despersonalizado de la galería. Y de pronto las fotografías tampoco encajan en la atmósfera general.
Si la primera mirada es la que vale, entonces a esta muestra le falta en lo visual toda la fuerza que tiene a nivel textual. Y no es por defecto, sino por exceso. No es un despliegue espectacular, lo cual, en el fondo, parece coherente con la personalidad de Mayte y con el tono de su discurso. Pero se siente falta de concentración, como si la autora no hubiera comprendido bien que este proyecto consiste en la producción de un solo texto y no en la acumulación de varios textos diferentes.
Últimamente he visto demasiados proyectos fotográficos sobre la muerte o la enfermedad de adultos mayores. Sobre todo, me llama la atención la persistencia de ese tema entre fotógrafos jóvenes en México. ¿Se estarán produciendo así nuevas narrativas sobre las relaciones intergeneracionales?¿Será parte de la tendencia contemporánea a trabajar en el espacio privado, a partir de vivencias más individuales?¿Es una actualización de ese imaginario de la pérdida que siempre ha estado asociado a la cultura fotográfica? También es posible que muchos lo hagan porque parece más fácil.
Lo bueno que tiene el proyecto de Mayte Tojim es que no busca las soluciones cómodas. No es la socorrida exhibición de fotografías de ancianos moribundos. De hecho estas piezas no parecen el tipo de cosas que uno hace para ser exhibidas (tal vez de ahí la dificultad para lograr una optima solución museográfica), sino algo que trata de evocar lo que se quedó pegado a la piel. Lo que el río no pudo llevarse.

Como de la familia

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Patricia Aridjis. Arrullo para otros
 Son como de la familia. Nada más se distinguen por el uniforme o por el tono de la piel. O por una actitud de subordinación que algunas mantienen incluso cuando juegan. O por una agradecida discreción que todas mantienen incluso cuando acarician.
Las niñeras dan mucho amor. Ese pudiera ser uno de los argumentos de la nueva serie fotográfica de Patricia Aridjis. Muchas dan amor por partida doble porque tienen sus propios hijos. Pero, aunque la serie esté llena de escenas hogareñas e imágenes enternecedoras, en realidad el tema no es el amor, sino el trabajo. El trabajo y la diferencia, que ya están contenidos en el doble enunciado del título: Arrullo para otros.
Para corroborar esta lectura del tema no basta con atender a esas fotografías radiantes, en las que aparecen las niñeras interactuando con los niños a su cuidado. Hay que ver las escenas donde son fotografiadas con sus familias, las representaciones de su espacio doméstico, las señales de precariedad, por un lado, y de esa armonía que genera el sentido de pertenencia, por otro. Hay que ver y comparar.
Patricia Aridjis. Arrullo para otros
Patricia Aridjis. Arrullo para otros

La serie tiene lo mejor que  puede esperarse de la fotografía documental: una clara definición del tema, abierta sin embargo a diversas interpretaciones; una potente intención discursiva que puede prescindir de una estructura narrativa convencional (incluso puede prescindir de un texto escrito) y, no menos importante, una voluntad de estilo, que se expresa en un consistente, aunque equilibrado, énfasis formal.
Hay algunos encuadres y algunos ángulos que producen composiciones con mucho movimiento. Y hay otros que generan simetrías. Y hay un indiscutible talento para convertir un lapso en una escena.

Patricia Aridjis. Arrullo para otros

Esta serie es otro aporte de Patricia Aridjis a una representación crítica de las mujeres en México. No olvidemos que estamos hablando de la autora de Las horas negras. Así que, pese al protagonismo del color y la luz, pese a cierto aire seductor y un poco efectista en algunas composiciones y pese a que las impresiones encajan perfectamente en el ámbito de una galería comercial, Arrullo para otros es una obra que clama por una lectura de sus implicaciones sociales, tanto como de sus implicaciones estéticas.
Juan Antonio Molina Cuesta
Patricia Aridjis. Arrullo para otros
Patricia Aridjis. Arrullo para otros




La angustia de Marcos López

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…me angustia mucho que haya tantas imágenes,
me angustia que cada vez sea más fácil tomar fotos
y me quede sin trabajo... Tanto twiter, tanto facebook
en el mundo actual. Ante la angustia, miedo,
escepticismo frente al exceso y circulación de
imágenes, miedo al streaming, temor a los espías
de marketing que leen mi facebook, paranoias varias,
globalización de mi pobre identidad...
Marcos López

La angustia es la materia prima de Marcos López, así que no creo que se quede sin trabajo. Pero comparto su escepticismo ante las supuestas bondades de esta “era de imágenes” en que vivimos. Para empezar, no creo que vivamos en una era de imágenes, sino, si acaso, en una era  de íconos. No siento que vivamos en un mundo donde la imaginación goce de mucho prestigio. Y no siento que vivamos en un mundo donde lo imaginario goce de mucha autonomía. Siento que vivo en un mundo mediocre, represivo y cobarde, que gira alrededor de dos o tres paradigmas gastados, escondiéndose detrás de una racionalidad castrante. En este mundo los íconos son parte del aparato disciplinario de la cultura. Los íconos rigen el deseo y las prohibiciones, los itinerarios y los usos del cuerpo y el espacio, los gestos y las actitudes, los gustos y las opiniones, mientras las imágenes son estandarizadas y despojadas de su poder, de su autonomía y de su potencia emancipadora.
Marcos López trabajando en un taller con modelo. Fotografía cortesía de Pedro Meyer










El espacio público está invadido por fotografías y la circulación de fotografías hace cada vez más confusos los límites entre espacio público y espacio privado. Algunos han visto durante décadas la proliferación de usuarios de la fotografía como un signo de democratización de la imagen. Yo prefiero no confundir masificación con democratización. Los usuarios casi nunca tienen el poder. No deciden las condiciones de consumo y, sobre todo, no deciden las condiciones de significación de sus propias fotografías. En ciertos contextos hasta la propiedad sobre las fotos está en duda. Es difícil pasar de ser un usuario a ser un autor. Y sin autor no hay obra de arte.
Aunque en los discursos de la crítica se nota últimamente cierta irritación por ese desequilibrio entre masificación y arte, para mí esa preocupación no se ha planteado con suficiente pragmatismo. Siempre ha habido pocos artistas y siempre ha habido pocos fotógrafos artistas. Así que la respuesta ante la abundancia de aficionados no debería ser de resistencia. Ya sabemos que el campo artístico trata de cuidar –infructuosamente- sus fronteras, pero no veo mucha posibilidad de progreso en actitudes xenófobas y aristocráticas, en nombre de algo tan ambiguo y poco promisorio como es el arte actual.
No creo que el museo o la galería sean a estas alturas los espacios idóneos para la experiencia estética más plena y más libre, al menos en lo que respecta a la fotografía. Defiendo la idea de que las funciones simbólicas y estéticas de la fotografía encuentran su plenitud en la cercanía de la persona, en la vecindad de su deseo y su luto, en el ámbito sofisticado de sus cultos domésticos, en los rituales de reconstitución de su memoria, en la organización de una identidad alrededor de las señales de la ausencia. Y de ahí, en la intersección con la memoria colectiva que sirve de referente a la comunidad. Y por otra parte, confío en el valor casi terapéutico del acto fotográfico, como gesto de interacción y de reconexión con la realidad. Tomar una foto es un gesto de una complejidad estética muy subestimada por una cultura visual en la que usualmente se entiende lo estético como algo limitado al consumo de las representaciones objetivadas en los íconos.


Ayman Lotfy. Ángel















A Moholy Nagy se le atribuye la idea de que los analfabetos del futuro serán aquellos que no sepan usar una cámara. En el mundo actual hay cada vez más personas usando cámaras y eso no los hace más ilustrados, ni con mayor capacidad para comunicar ideas de manera original y sincera. Mientras tanto el lenguaje oral y el escrito son cada vez más despreciados.
Lo que más daño ha hecho en la llamada “cultura fotográfica” no es el supuesto de que cualquier fotógrafo puede ser artista, sino el imperativo de que tiene que serlo. Parece como si se pensara (¡Ay Baudelaire!) que sólo el arte puede redimir a la fotografía de algún incierto pecado original. Por culpa de esa engañosa aspiración a ser arte, gran parte de la fotografía contemporánea ha terminado siendo el reducto de la sensiblería y la cursilería.
Jacques Derrida le daba un toque premeditadamente heideggeriano a la distinción entre lo artístico y lo no artístico en fotografía. En una entrevista que se publicó bajo el título La fotografía: copia, archivo, firma, Derrida colocaba a la fotografía en la disyuntiva entre el arte y la muerte o entre un arte ligado a la técnica y un arte “que excediera el arte y la techné (…) para poner a obrar a la verdad misma.” Y concluía: “Ésta sería la belleza o lo sublime de la fotografía, pero también su cualidad fundamentalmente no artística” (...)
La verdad que pone en obra una fotografía no es una verdad artística. Tal vez la verdad que se pone en obra mediante el arte –cualquiera que éste sea- no es una verdad artística. Quizá ninguna verdad es artística.
La muerte es lo que da un profundo sentido estético a la fotografía en el ámbito más íntimo. La forma le da sentido a la fotografía en el ámbito artístico. A veces la plenitud de la forma se alcanza capitalizando su capacidad de conmoción estética. A veces es pura superficie.
Entre la vida y el arte (o entre la muerte y el arte) hay una zona confusa donde la fotografía queda atrapada en la mentira. Pretendiendo imitar al arte, la mayoría de los fotógrafos son rehenes de una sensibilidad que cree entender la técnica y la forma, pero que no llega a comprometer el espíritu.


Esa pelandruja que veis a la derecha

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Esa pelandruja que veis a la derecha, entre un loro en su aro y un guanajo, vestida de rojo tomate con los tacones altos hundidos en el fango, sacudida por una carcajada convulsiva que ha movido en lo alto de su cabeza un gran copete de plumas de pavo y una tiara de diamantes - en la foto, una hilera de lucecillas, de puntos emborronados; claros-, esa fletera con un pericón en la mano y ojos de mora, no es otro que yo.
Severo Sarduy. La simulación
El andrógino es ciertamente una de las mejores imágenes de la sensibilidad camp (…) la forma más refinada del atractivo sexual (así como la forma más refinada del placer sexual) consiste en ir contra el propio sexo. 
Susan Sontag. Notas sobre lo camp

                                                                                                        


Lo más exquisito en ese pasaje al principio de La simulación es el cambio de género al final del párrafo. El sujeto femenino que viene señalándose durante toda la descripción, con alegre desparpajo (“esa pelandruja…esa fletera”) resulta ser “otro” y no “otra”. Y ese otro pasa de ser alguien a quien se señala como tercera persona a ser alguien que se señala a sí mismo: “no es otro que yo”. El efecto es más sugerente porque apenas en ese párrafo descubrimos que lo que se nos ha estado describiendo es una fotografía.
La fotografía, descrita así, y nunca mostrada, revela su naturaleza teatral. Todo La simulación puede leerse como el libreto de una obra de teatro, formada por cuadros, más que por escenas. Todo lo que sucede está inmerso en una plasticidad orgánica. Y todo forma parte de una acción que se representa a sí misma.
Hay una fotografía de Nelson Morales que me recuerda a la “pelandruja” de Severo Sarduy. Quizás porque la modelo trae la misma combinación de vestido rojo, tiara y zapatos de tacón. Seguramente porque aquí también aquella es aquél. Pero sobre todo porque hay un factor de extrañamiento, un atisbo de incongruencia entre el personaje y su escenario, lo que da un toque de irrealidad o de ilusión a algo que, en sentido estricto, debería ser visto como una fotografía “documental”.   
Cierto que el escenario es polvoriento y desangelado y falta ese puntico de sobreabundancia carnavalesca y de vecindad casi promiscua que se aprecia en la descripción de Sarduy. Pero, a cambio de eso, Nelson nos ofrece un cuadro sugerente, con fuerza en el color, en la composición y en la atmósfera, con una resolución dramática del espacio y de la composición (en todo caso, más cercano a Macondo antes de la lluvia que a Camagüey después del aguacero).




Lo más interesante de esa foto es esa combinación entre naturalidad y fantasía. En la serie de travestis que Nelson Morales viene realizando desde hace tres años, esta es una de las pocas fotografías donde la modelo no está posando. La fotografía tiene todo el dinamismo de una instantánea. La protagonista no mira a la cámara; parece distraída por unos sujetos que están a bordo de un camión. En el espejo retrovisor podemos ver reflejado el rostro risueño del conductor. Parece que intercambian una broma. Toda la situación es espontánea y afable.
El trabajo que está haciendo Nelson Morales con el tema de los travestis tiene esa doble línea: una que ubica a la fantasía en su contexto y otra en la que la fantasía es el contexto. La primera está asociada a la intención original de este proyecto: hacer una documentación de la vida de los muxes, en su proyección pública, pero sobre todo en su espacio íntimo. Es una documentación que pretende hacerse desde dentro, aprovechando la cercanía con una comunidad de la que el fotógrafo se siente parte. La segunda línea se ha ido abriendo más a la puesta en escena del erotismo (o al erotismo de la puesta en escena), el despliegue de un universo de simulación y seducción, la entrega a una estética del exceso, entre lo kitsch, lo barroco y lo camp; la visualización de un imaginario candoroso y perverso como un cuento de hadas. Y por ultimo la provocación, la exhibición de una sexualidad que ya no confronta, sino que roza (casi acaricia, y eso es mucho más peligroso) a la sexualidad dominante, con la que se protege el cuerpo del espectador heterosexual.





La primera línea es la representación de un espacio, en el que pretendemos entrar, la segunda es la representación de una sensibilidad, que entra en nosotros, mientras pretendemos ignorarlo. Cada opción tiene sus ventajas y desventajas. La parte más explícitamente documentalista de este proyecto pudiera retar a la mirada folclorista y condescendiente (entre pintoresca y etnográfica), autocomplaciente en última instancia, con que tiende a verse, no solo a los muxes, sino a gran parte de esa población fotografiada como “otros”, independientemente de que sean travestis o indígenas, prostitutas o pepenadores, inmigrantes o “raros” de cualquier índole. Sin embargo, de esa parte original del proyecto han salido algunas de las fotos más convencionales de Nelson Morales.
Con la segunda opción yo siento al autor cada vez más libre, cada vez más involucrado (de pronto hasta ha comenzado a aparecer en algunas de las fotos) y -aunque ya no se use ese término- cada vez más “inspirado”. En los mejores casos siento que está jugando, que se está divirtiendo, que está evitando ese clóset de la melancolía en el que se regodean tantos fotógrafos jóvenes y que le da a ciertas zonas de la fotografía mexicana un tono peculiarmente grave. Pero, con este despliegue de cuerpos, brillos y texturas, con esta abundancia de maquillaje, guiños y contactos, se corren otros riesgos; el más evidente es el de seguir contribuyendo a ese repertorio de fetiches con que se nutre la autosatisfacción de una masculinidad que sigue rigiendo el consumo de las representaciones en una sociedad machista.


Las mejores soluciones son las intermedias: Fotografías donde el kitsch no le quita elegancia a la figura (hay que cuidarse de la cursilería, porque ahí está el germen de la mentira), escenas donde la sexualidad mantiene un halo de misterio, y fantasías que no esconden la realidad de un contexto socioeconómico precario. Pero lo verdaderamente excepcional es cuando se pasa el límite de lo previsto, bien preñando a la forma con una potencia inédita, bien estableciendo correlaciones inauditas entre la imagen y el discurso.


Con tanta proliferación y tantas posibilidades argumentales, la propuesta de Nelson Morales aparece como descentrada, regida por la improvisación y renuente a cualquier guión. La serie todavía no parece tener una estructura estable, y por momentos presiento que nunca la tendrá del todo. Mala noticia para los que solamente se sienten cómodos con lo predecible. ¿No sienten de pronto como muy triste ese panorama de fotógrafos atrapados en sus “proyectos”, como rehenes de sus “proyectos”, monotemáticos y monótonos?
La opinión “popular” ahora es que hay demasiados fotógrafos interesados en los gays, las prostitutas y los travestis. Si me hago eco de esa opinión es pensando más en el cómo que en el qué. Pero sobre todo pensando en que estos temas, trabajados sin profundidad, terminan distrayéndome, como si hubiera tenido algo muy importante en que pensar y se me hubiera olvidado de pronto. Además creo que es la sexualidad del macho la que debería ser problematizada.  Esa sexualidad bífida -reprimida y represiva- que forma parte del sistema de poder, enquistado en todos los espacios de la sociedad. Pero ni modo. La fascinación por el otro esconde siempre una fascinación por su sexo. Y sin fascinación por el otro no habría fotografía.

















Y yo que juré no volver

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Perdóname, señor: no hay duda de que tarde o temprano
me embarcaré en aquel muelle —dice Marco—, pero 
no volveré para contártelo. La ciudad existe y tiene un 
simple secreto: conoce sólo partidas y no retornos.
Italo Calvino. Las ciudades invisibles

Eduardo Muñoz Ordoqui. Cartas por Sabina.
Ciudad de México-Austin, 1998-2001
“¡Y yo que juré no volver!” espeta Fernando Vallejo, desde la primera página de El desbarrancadero, esa intensa diatriba contra la patria y contra la muerte, contra la maternidad y contra dios y contra el tiempo. Una diatriba de aliento largo, vital y rabioso. Una diatriba que parece que nunca se va a acabar, porque la rabia nunca se acaba o porque los recuerdos nunca se acaban.
La novela está llena de regresos. De hecho, uno de los temas de la novela es el regreso. El regreso y la partida, como si no hubiera diferencias entre un acto y el otro. Casi al final, el narrador vuelve a decirlo: “Ya sabía yo que nunca más iba a volver, que ése había sido mi último regreso.”Pero eso pudiera haberlo dicho al principio, o antes del principio, porque en El desbarrancaderola despedida no es un desenlace, sino una especie de exergo, así como la muerte.
Las historias que tratan del regreso siempre tienen una despedida como preámbulo y siempre tienen una despedida como posibilidad o como destino. James Joyce escribió una obra de teatro en la que la acción transcurre entre una partida que antecede y una partida que sucede. La tituló Exiles (Exiliados, en la traducción) y en sus notas ofreció una interesante explicación para el título: “¿Por qué el título de Exiliados? Una nación exige a quienes se atrevieron a abandonarla una reparación pagadera a su regreso.”
Sin Título. De la serie Destierros. Tucson, Arizona, 1996-1998
Esa frase me sirvió de inspiración para un artículo que escribí, hace más de 10 años, sobre las fotografías de Eduardo Muñoz Ordoqui. Entonces yo pensaba que el recuerdo era el precio a pagar por la partida. Ahora pienso que la pena es el regreso mismo. El recuerdo es solamente un gasto. La nostalgia es un despilfarro que precede al regreso y que lo retrasa. Eduardo Muñoz reelabora como arte ese gasto que es su propio recuerdo.
Virgilio Piñera, en uno de los versos memorables de La isla en peso, decía: La eterna miseria que es el acto de recordar…
Que la fotografía está al servicio de ese acto de recordar, es algo ya sabido. Que el acto de recordar muchas veces queda al servicio de la fotografía, es un poco más complicado, pero no imposible de comprender. Ahora todos fotografían todo el tiempo. De pronto parece que se ha abierto una fisura entre la fotografía y el recuerdo, una especie de rasgadura que acariciamos con los dedos, morbosamente. Parece que fotografiamos para olvidar.
Sin título. De la serie Marea baja. La Habana-Austin, 2001-2003

El recuerdo parece súbito. Pero el acto de recordar –de producir el recuerdo- tiene su propio tempo. El disparo tiene algo de shock. Pero el shock no es algo en lo que uno pueda estacionarse. Eduardo Muñoz elabora meticulosamente sus fotografías. Construye un set. Copia fotografías de su infancia, de sus familiares o de su ciudad natal, reproduce escenas de películas, escanea unas imágenes, proyecta otras en las paredes de su casa, retoca en su computadora, crea montajes. Todo ese tiempo está produciendo el recuerdo, casi sigilosamente, pero la fotografía se demora en llegar.
En esos casos lo artístico no es el resultado de un disparo ni llega al espectador como un disparo. La obra de arte se va formando mediante el control de los tiempos que confluyen en la fotografía. No hay instante decisivo ni conmoción del espectador. La fotografía no aparece como algo definitivo, sino como algo demorado. Es algo que debe ser reconstruido, recorrido, rearticulado como objeto, pero también en su estructura temporal. Es algo que debe ser esperado.
Sin Título. De la serie Destierros. Tucson, Arizona,
1996-1998
Las fotografías de Eduardo Muñoz también exigen ser relocalizadas. Las piezas de la serie Cartas por Sabina están realizadas entre México y Austin, mientras que las de Marea baja son hechas entre La Habana y Austin. Estos datos, que Muñoz se encarga de hacer explícitos en las fichas de sus fotos, son textos que completan el sentido de ambas series, que parecen compuestas, no por obras en proceso, sino por obras en tránsito. Si en esas fotografías la distancia entre un lugar y otro señala la distancia entre el sitio donde comenzó el proyecto y el sitio donde se terminó, en una serie como Sin reposo, la diferencia de fecha y lugar se refiere a la distinción entre original y copia. Pero eso de pronto suena demasiado frío. En realidad lo que está en juego -lo que siempre se está negociando- en las fotografías de esa serie (y tal vez en toda fotografía) es la distancia entre los muertos y los vivos, una distancia que depende de cuán ancha sea la grieta entre la memoria y el olvido.

La certeza del placer. Serie Sin reposo. Nueva York, 1934/Austin, 2007

Hay otro desplazamiento crucial en todas las fotografías de Eduardo Muñoz, y es el que se da entre exterior e interior. Si bien todo el trabajo de producción de las obras es un trabajo de taller, o un trabajo de laboratorio, la mayoría de las fotografías reproducidas e intervenidas son imágenes tomadas en exteriores. Pero incluso cuando eso no es así, las fotografías originales tienen un aire de exterioridad, que ya no es exterioridad respecto al espacio y al momento de producción de las obras, sino respecto a las obras en sí. Es la exterioridad intrínseca al texto citado, su renuencia a dejarse asimilar dentro de otro texto. Es una especie de exterioridad “psicológica” que se mantiene irónicamente en series como “Destierros” y “Cartas por Sabina”, pese a que ahí el hecho de proyectar las fotos originales y refotografiarlas como fondo de una nueva escena, plantea una nueva organización de los planos.
Eduardo Muñoz Ordoqui. Cartas por Sabina.
Ciudad de México-Austin, 1998-2001
En esas fotografías hay una tensión que se ve y una tensión que se intuye. Si los objetos en esas escenas aparecen con una nitidez externa a las imágenes citadas, dichas imágenes se ven como externas a la realidad de los objetos fotografiados. Hay una tensión entre el lugar y la imagen, entre lo que pertenece a la casa y lo que no le pertenece.
El título original de la serie Destierros fue Entrando a la casa por la ventana. Eduardo Muñoz hacía esas fotos en medio de una semipenumbra, moviéndose furtivo, como un intruso, dentro de su propia casa. La luz fría que proyectaba la pantalla del televisor tenía algo fantasmal y contrastaba con las luces de las lámparas. La minuciosidad con que Muñoz se concentraba en los detalles del primer plano de sus fotografías parecía responder a una necesidad de anunciar su presencia, su “estar ahí”, su estar en alguna parte.
Fernando Vallejo (o su alter ego) dice en El desbarrancadero: “Esos encuentros con uno mismo por sobre la brecha del tiempo a mí me asustan.” Yo creo que de tanto volver al pasado puede llegar un momento en que uno no sepa distinguir con claridad quién es el fantasma. Y eso a mí me asusta.
Sin título. De la serie Mundos portátiles. Austin, 2003-2005





Ana Casas: Ese poco de neurosis

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La obra de Ana Casas tiene una cualidad que Roland Barthes ponderaba en cierto tipo de textos: “ese poco de neurosis necesario para seducir a sus lectores.” Tal vez ese toque de neurosis no se advierta en sus fotografías más recientes (las imágenes de Kinderwunsch no revelan por sí solas la angustia que está en el origen de este proyecto), pero salta a la vista en su escritura. Si Ana Casas no fuera tan talentosa como artista visual me conformaría con sus textos.

La escritura de Ana Casas otorga unidad discursiva a toda su obra fotográfica. Tanto Álbum como Cuadernos de dietay Kinderwunsch parecen atravesados por el mismo discurso. Sus ejes son el abandono y la pérdida, el desconcierto ante el presente y la desolación ante el pasado.


A contramano de ese discurso las fotografías de Kinderwunsch exhiben una generosa vocación de entrega. Ante todo Ana Casas entrega su cuerpo a la obra, provocando una intersección entre vida y arte en la que se descubre la dualidad que la propia artista se ha obligado a vivir: si bien de un lado tenemos a una persona que ha decidido trasladar la vivencia de la maternidad al lenguaje del arte, del otro lado tenemos a una autora para la cual la vivencia de la maternidad –como experiencia del cuerpo y de la memoria- es ya la experiencia estética original, de la cual la obra es solamente una reminiscencia.

Por otra parte están todas esas representaciones de la madre entregando su cuerpo a sus hijos, bien para que se alimenten o bien para que jueguen, para que se consuelen o para que se acompañen. De ahí resultan algunas de las fotografías más hermosas de la serie; también algunas de las más inquietantes y no solo por su implícito erotismo. 
Me imagino que algunas de las escenas donde los hijos juegan con el cuerpo de la madre desnuda serán difícilmente digeridas por una cultura que se niega a ver el cuerpo de los niños, que tarda en reconocer su sexualidad y que cuando la reconoce, la aísla. Sin embargo, lo más interesante es que mirando estas fotografías ya no interpreto el deseo de tener hijos solamente como deseo de ser madre, sino también como deseo de ser niña otra vez. En todo el proyecto Kinderwunsch está latente esa necesidad de recuperar una infancia perdida, o más bien de recuperar algo que se perdió en la infancia.
En ese contexto la maternidad aparece como un momento de esperanza, pero también como un momento lleno de miedos e incertidumbres. No puedo ver esas fotografíass sin recordar un antecedente imprescindible en cualquier investigación sobre el tema de la maternidad en la fotografía latinoamericana: las series Para concebir y Álbum de nuestro bebé, que realizó Marta María Pérez entre 1986 y 1987. Pero la obra de Marta María era –y sigue siendo- lacónica. La de Ana, en cambio, está poseída por un monólogo sordo, sotto voce, pero persistente.
Ana Casas tiene una obra fuerte, y no me refiero con esto a su capacidad de impacto visual, sino a su carácter. En su trabajo no hay discursos a medias, ni retruécanos evasivos. Aunque conmovedor y profundamente afectivo, su tono siempre es sobrio y directo, sin ninguna concesión al melodrama.
En el carácter de la obra se adivina el carácter de la autora. El trabajo de Ana Casas no cae en ñoñerías ni chantajes emocionales. En eso radica una buena parte de su honestidad. Y si bien podemos ubicarla perfectamente dentro de varias de las tendencias que definen lo contemporáneo en la fotografía a nivel internacional (se me ocurre media docena de exposiciones colectivas con diferentes temas en las que las fotos de Kinderwunsch entrarían con total coherencia) puedo decir sin ambages que es una obra original.
Si me preguntan en dónde radica la originalidad de la obra de Ana Casas diría que en su belleza. En realidad lo único verdaderamente original en el arte es la belleza. Todo lo demás puede ser imitado, copiado, incluso fingido. Pero la belleza siempre es auténtica e irrepetible; es una especie de verdad que no puede ser comunicada ni reproducida.

Bella, pero no idealista. Seductora, mas no superflua. A ese equilibrio ha llegado Ana Casas en su obra reciente. Es cuidadosa con la forma y consistente en el discurso. Compensa muy bien la narratividad con la potencia simbólica de las imágenes. Lo mejor de la serie -en términos fotográficos- está en las escenas. Ahí es donde la forma alcanza su mayor intensidad y poder de sugerencia. La relación entre los cuerpos y el espacio se vuelve muy armónica. Hay un efecto de misterio por el uso controlado de la iluminación. Y por momentos se presiente la conexión con una tradición pictórica.



Desde mi punto de vista algunos close up aportan muy poco en términos estéticos y son innecesariamente descriptivos. Entiendo que en algunos casos, la autora está interrumpiendo la linealidad instintiva de nuestra lectura, pero a veces parece que se encariñó demasiado con algunas imágenes y no ha podido prescindir de ellas.
Lo cierto es que una lectura lineal y cerrada de Kinderwunsch sería poco recomendable. Las zonas más interesantes de esa narrativa son los desvíos, las disgresiones y los paréntesis. Para entender eso hay que ver la serie, no como un proyecto aislado, sino como parte de un cuerpo de obras articulado por una misma intención testimonial y un mismo impulso narrativo. Si lo leemos como un reportaje sobre la maternidad lo desvirtuamos todo. En el contexto de esta obra, el kinderwunsch se refiere a algo más que el deseo de tener hijos. En el espacio simbólico, icónico y narrativo que constituye la obra, la maternidad es sólo el punto de partida para volver sobre las obsesiones más íntimas de Ana Casas: su cuerpo y su memoria o  su cuerpo como dispositivo de la memoria.
Digo “dispositivo” y pienso en “disposición”. Si por una parte nos enfrentamos a una memoria que está inscrita en un cuerpo, por otro lado reconocemos un cuerpo que siempre está dispuesto para el recuerdo. Esa disposición es también disponibilidad o accesibilidad. Y me atrevería a decir fertilidad.
Mientras escribo esto estoy recordando uno de los momentos más poéticos de la película Tideland, del director Terry Gilliam. El padre de la protagonista ha muerto por una sobredosis de la droga que solía prepararle su propia hija. Se queda sentado en la mecedora, con sus lentes de sol y una expresión estúpida en el rostro. La niña se resiste a reconocer que está muerto y durante varios días sigue hablándole y sentándose en sus piernas; lo maquilla, le pone una peluca, le espanta las moscas. De vez en cuando le reclama por haberse tomado unas "vacaciones" tan largas.
Nunca me quedó claro si la sobredosis había sido totalmente accidental.


Luis García no sabe a dónde va

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Hace unos meses publiqué en este blog un artículo a propósito de las obras de algunos fotógrafos jóvenes de Oaxaca. Entonces recibí un mensaje donde se me catalogaba de demasiado “tibio” en mi crítica. El juicio en sí no me molestó mucho porque siempre he considerado que cualquiera que me critique siempre tiene, al menos, algo de razón. Pero nunca he confiado en la buena intención de los mensajes anónimos, y menos en un espacio como este, dedicado a la reflexión abierta y honesta sobre  el arte. Así que no publiqué el mensaje en cuestión, pero ahora, volviendo a pensar en la obra de uno de los fotógrafos que entonces comentaba, recordé una frase del anónimo intrigante: “Luis García no sabe para dónde va”.
La verdad es que en aquel momento esa opinión me pareció injusta con el joven fotógrafo, porque después de casi tres años conociendo su trabajo, tengo muy claro cuál es el eje narrativo, conceptual e incluso estilístico, de su obra. Lo he visto evolucionar, he visto sus logros parciales y sé muy bien –porque él mismo lo ha hecho explícito- qué es lo que busca. Ahora, después de pensarlo bien, empiezo a albergar la modesta esperanza de que el juicio emitido de manera tan rotunda –con la seguridad que confiere el no tener que responsabilizarse por las propias palabras- tuviera algo de cierto. Estoy tan aburrido de los fotógrafos que saben a dónde van. Estoy tan hastiado de lo predecible.  Creo que si hay un espacio donde lo predecible se vuelve ofensivo es el espacio del arte. 
Me gusta trabajar con autores en proceso de formación. Me agrada descubrir autores que siempre están en proceso de formación. El resto son autores acabados. Algunos se acaban sin ni siquiera haber empezado. Tienen tan claro hacia dónde van que ya no van a ninguna parte. Ya están ahí. Ya estuvieron ahí antes y de ahí no se van a mover.
























Una vez, durante una clase, me atreví a hablar –bastante a la ligera, debo confesarlo- del “destino” de la obra de arte. Una de las alumnas me corrigió de una manera tajante: “la obra de arte no tiene destino”. Aunque todavía eso puede ser discutido, lo cierto es que detrás de la idea de un viaje “sin retorno”, con la que Luis García define su proyecto más reciente, se asoma esa posibilidad de que para él la práctica artística sea ante todo un viaje sin destino preciso. Luis García está viajando con los traileros y tomando fotos, no para documentar el trabajo de esas gentes o su modo de vida, ni siquiera para hacer un testimonio de su propio itinerario, sino para encontrar y exorcizar, de manera dramática, las imágenes de su memoria perturbada por el trauma. 
Hasta ahora todo el trabajo de Luis García ha estado girando en torno a una serie de referencias de masculinidad que aluden a la figura del padre ausente. En esas elaboraciones poéticas es la masculinidad misma la que parece ser colocada en una circunstancia de crisis. Al exponer su propia vulnerabilidad, Luis García expone el reverso de esas connotaciones de rudeza y virilidad que son inherentes a ciertos espacios tradicionalmente controlados por hombres.
Como suele suceder, de lo vulnerable emana una especie de fuerza. El cuerpo desnudo, por ejemplo, adquiere un aire de poder y de resistencia, al contraponerse a la máquina o a un entorno aparentemente hostil. A veces el autor trata de  convertir la oposición en una paradójica armonía y entonces el cuerpo y la máquina entran en una relación simbiótica. En sus mejores fotografías, Luis trabaja con experiencias de choque e incluso de violencia, que parecen la reelaboración simbólica de una energía sexual precariamente controlada.

Luis Enrique García es hijo de un trailero que murió en la carretera. Tal vez en este viaje el fotógrafo encuentre el sitio exacto donde murió su padre. Tal vez ya pasó por ahí y no se dio cuenta. No deja de tener una sofisticación estética el supuesto de que el padre del fotógrafo haya perdido la vida en una de esas rectas donde el joven autor se ha detenido para hacer alguna de sus fotografías. De todas formas cada pausa en este itinerario es parte de una ritualidad en la que lo que se representa una y otra vez es la muerte del padre, como imposibilidad del regreso. En este contexto ya la muerte no es un accidente, sino el referente insoslayable –persistente- de toda la experiencia estética.
Esa es la parte, digamos, “argumental” de todo este proyecto. Creo que todavía falta mucho para una resolución formal definitiva. El argumento y las propuestas formales revelan por el momento la honestidad y el compromiso del autor con sus obsesiones. Pero siempre hay que salvar el trecho entre la verdad a secas y la verdad elusiva de la obra de arte. De momento creo que Luis García va –literalmente- por buen camino. Si llegará a alguna parte o si encontrará la ruta de regreso me resulta trivial. Ni siquiera espero que de ahí salga la gran obra. En general creo que el arte está demasiado sobreestimado en ciertos círculos. Luis García está lidiando solo con sus propios fantasmas y eso es mucho más de lo que la mayoría de la gente se atreve a hacer.








XVI Bienal de fotografía. Entre la escultura y el archivo: Un túmulo vacío

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Y aunque este alargamiento de un término como el de escultura se realiza abiertamente en nombre de la estética de vanguardia —la ideología de lo nuevo— su mensaje encubierto es el del historicismo.
Rosalind Krauss. La escultura en el campo expandido

La exposición Entre la escultura y el archivo pasó por el Centro de la Imagen dejando un rastro de nostalgia, que finalmente me recordó la situación a la que se refería Rosalind Krauss, en su ensayo La escultura en el campo expandido: “El historicismo actúa sobre lo nuevo y diferente para disminuir la novedad y  mitigar la diferencia.” Aunque esta frase más bien me hace pensar en otra probabilidad: la del historicismo usado para cargar de contenido lo que no es nuevo ni diferente. Porque, bien vista, esta exposición tiene pocos rasgos novedosos, tal vez el más promisorio sea que somatiza la necesidad de introducir otras narrativas en el despliegue de la fotografía contemporánea mexicana.

María Acha. Womankind. Vista de la exposición De la escultura al archivo. Centro de la Imagen, 2015


Aparte de la nostalgia que se origina en la manipulación de los archivos, el tono historicista de la exposición se expresa sobre todo en el discurso de la curadora, pero adquiere peso visual en la museografía. Prácticamente todos los argumentos de Magnolia de la Garza, incluso muchas de las interpretaciones que hace de las obras seleccionadas, están sostenidos por referencias a autores y obras de la historia del arte, como si para entender este grupo de fotografías hubiera que relacionarlas más con un pasado histórico que con una circunstancia de la cultura contemporánea. 
Entiendo que detrás de este ejercicio comparativo hay un justo deseo de encontrar sentido a una serie de prácticas artísticas que no parecen muy interesadas en el contexto local. Womankind, por ejemplo, se describe como ambientada en dos momentos: “el movimiento sufragista británico de principios de siglo XX y la introducción masiva de la pastilla anticonceptiva en los años sesenta del siglo pasado.” La serie es atractiva en la forma, pulcra en la elaboración e inteligente en la elección del tema visual. Y ciertamente llama la atención sobre las representaciones históricas de la figura femenina. Las citas a la historia del arte son culteranas, pero manejadas como un subcódigo para nada trivial dentro de las escenas representadas. De hecho introducen un elemento de juego (un poco irónico, incluso) en la lectura de cada pieza. Pero, ¿el movimiento sufragista? ¡Por favor! Si aquí hay gente que no recuerda ni siquiera el movimiento zapatista.

María Acha. Womankind. Publicada en Cuartoscuro 



Aprecio los ejercicios curatoriales y críticos basados en el conocimiento y el respeto de la historia del arte, pero el texto de Magnolia de la Garza causa la impresión de que muchas de las obras comentadas son versiones actuales de soluciones artísticas previas. Pero no es sólo el texto. En realidad las referencias al modernismo saltan de manera esporádica, aunque muy puntual, sobre todo entre las obras a las que el jurado otorgó premio o mención. De esas obras, la de Ramiro Chaves es la que muestra una elaboración más compleja y problemática de su tema. La obra de Ramiro Chaves es una producción textual que transcurre entre la escritura y la inscripción y entre lo lingüístico y lo icónico y que se abre a distintos medios, distintos soportes y variadas opciones de circulación e interactividad. 

Vista de la exposición De la escultura al archivo. Centro de la Imagen, 2015. Sobre la pared, de izquierda a derecha: XXXXXXXXX (Ramiro Chávez), Estudio No. 5 para encontrar la piedra perfecta (Antonio Bravo) y The less things change, the less they stay the same (Alejandro Almanza). En el centro: PRI. Genealogía de un partido (Diego Berruecos).


Ramiro Chaves convierte en tema de investigación un elemento visual que, al ser aislado, revela toda su fuerza simbólica y su background histórico. Es una lectura crítica y  original de la difusión de esa simbología en el espacio social y en la memoria. Su referente es México (y eso es algo que no se puede decir de muchos participantes en la Bienal) y trabaja con ese referente desde la posición fronteriza del extranjero que conoce y participa de la cultura receptora. Y todo eso lo hace con un fino sentido de lo estético, convirtiendo su investigación visual en una elaboración poética.

Ramiro Chávez. Sin título. De la serie XXXXXXXXXX, 2014 (detalle). Publicado en Yautepec


Otras dos obras sacan muy buen provecho de ese efecto de aislamiento de un elemento simbólico: Desapariciones, del Colectivo Estética Unisex y Yo juro (de la serie PRI, Genealogía de un partido) de Diego Berruecos, artista invitado por los curadores. Si en la obra de Ramiro Chaves el elemento aislado y resemantizado es la letra X, en estas otras obras se acude a elementos gestuales, que involucran los cuerpos de los sujetos: el saludo, en la pieza del C.E.U. y el juramento, en la obra de Berruecos. A nivel textual, la pieza de Berruecos puede recordarnos toda una historia de juramentos no cumplidos, mientras las obra de Colectivo Estética Unisex evoca un historial de alianzas, complicidades y traiciones. Sería absurdo suponer que tantos retratos de figuras políticas buscan una respuesta condescendiente. Pero más allá de esa cuestión que concierne a la memoria y la sensibilidad social, una de las opciones más estimulantes es plantearse ambas piezas como investigaciones sobre la participación del cuerpo en los rituales de la política mexicana. Eso puede implicar una cuestión de género. Por lo menos en la investigación de Estética Unisex lo que se desarrolla es un sistema de signos mediante el contacto entre hombres, algo que lleva a una representación del espacio de la política como regido por una lógica falocrática. Estas son obras que pueden ser leídas desde la biopolítica, al menos en la medida en que representan algunos códigos mediante los que el poder se inscribe en los cuerpos y los cuerpos se inscriben en el poder. 


Colectivo Estética Unisex. Desapariciones. Exposición Entre la escultura y el archivo. Centro de la imagen, 2015


Diego Berruecos. Yo juro. De la serie PRI. Genealogía de un partido. (detalle). Publicado en Círculo A



Todo por ver. La fotografía mexicana desacomodada

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La mayoría de las exposiciones comienzan refiriéndose a algo y terminan refiriéndose a otra cosa. Si bien es indudable que en el origen de Todo por ver hay una acuciosa investigación sobre la fotografía mexicana contemporánea, eso no es en realidad lo que problematiza la muestra. Al menos no intencionalmente. Desde el principio los curadores Gerardo Montiel Klint y Francisco Mata Rosas parecen dar por sentada la ociosidad de embarcarse en una tarea de clasificación y enunciación de “lo mexicano” en la fotografía contemporánea. La cuestión principal que plantea Todo por ver no es ya acerca de cómo definir la fotografía mexicana, sino acerca de cómo ver la fotografía mexicana en la actualidad. 


Vista de la exposición Todo por ver. Fotomuseo de Cuatro Caminos. México DF, 2015

Todo por ver combina la sobreabundancia visual con la ausencia de un argumento suficientemente explícito. Cada uno de estos aspectos responde a la particular finalidad del proyecto. La saturación visual, que en principio parece una manera de aprovechar un espacio por sí mismo pródigo, es en realidad una réplica de los modos en que nos relacionamos actualmente con la información en las condiciones tecnológicas de la sociedad contemporánea. Lo que todavía nos molesta en las paredes de un museo es lo que aceptamos como normal cuando interactuamos al mismo tiempo con distintos dispositivos y diferentes tipos de archivos y lenguajes. El efecto de simultaneidad y encabalgamiento de la información en esta exposición es coherente con la manera en que Mata y Montiel buscan contextualizar a la fotografía contemporánea mexicana en relación con un régimen visual que se nos describe como un régimen económico: “Hipervisualidad, sobreproducción, acumulación de imágenes, consumo permanente, volatilidad, desecho instantáneo y comunicación visual que sustituye otras formas de entendernos”. Pero en realidad los curadores han optado por un diseño de exposición que abandona a las imágenes para que funcionen por sí solas, buscando causar la impresión de un mínimo de intervención y de esfuerzo persuasivo. Una frase en el texto introductorio resume muy bien su opinión al respecto: “¿Para qué ordenar lo que por sí solo se acomoda?”

Vista de la exposición Todo por ver. Fotomuseo de Cuatro Caminos. México DF, 2015


La ausencia de un argumento explícito y del correspondiente guión resultaron desconcertantes para una parte del público, sin embargo pueden ser interpretados también como una concesión para que los espectadores decidan su itinerario en el espacio expositivo y vayan articulando una narrativa propia y no definitiva. En su análisis de la exposición The Family of Man, inaugurada en el MoMA en 1955, el comunicólogo Fred Turner se refiere a esto como una política “antiautoritaria” que modifica el modelo tradicional con que se suele atrapar la atención de las audiencias. Menciono esa exposición porque creo que no se debe hacer una crítica de la museografía de Todo por ver bajo el supuesto de que es algo sin precedentes. De hecho el diseño del espacio y su relación con una estructura narrativa en la exposición The Family of Man sigue siendo un modelo digno de estudio. Allí el arquitecto Paul Rudolph logró extender el campo visual en la sala del museo, sacando provecho del efecto de tridimensionalidad en el montaje y del dinamismo que aportaban las variaciones en los formatos de las impresiones y el uso del espacio interno, fuera de los muros. El resultado parece haber sido un esquema unido y más compacto, con una dinámica interna. Pero esa unidad y esa dinámica ya venían produciéndose a través de la estructura temática, narrativa y conceptual del proyecto. La museografía simplemente vino a solucionar visualmente el argumento de la curaduría. En cambio la exposición Todo por ver, que prescinde de una estructura narrativa, no compensa esa ausencia con una línea conceptual y nos deja con la sensación de que la museografía debió satisfacerse a sí misma.

Vista de la exposición The Family of Man. MoMA, Nueva York, 1955
Tal vez lo que me incomoda en la sala del museo es lo mismo que me irrita en la vida cotidiana: la insuficiencia del tiempo y el espacio para una experiencia de contemplación y goce. Pero pasemos por alto eso, que parece un reclamo poco “contemporáneo”. Lo que me inquieta en esa propuesta museográfica es que tiende a reproducir un estado de cosas sin criticarlo, como si no hubiera capacidad de respuesta -ni siquiera simbólica- ante esa economía que se ha tomado como referencia. 

Vista de la exposición El estado de las cosas. Fotomuseo de Cuatro Caminos. México DF, 2015









El obrar de Angel Delgado

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En la creación de la obra, debe restituirse a la tierra el combate como rasgo y la propia tierra debe ser traída a la presencia y ser usada como aquella que se cierra a sí misma…Este uso de la tierra es un obrar con ella que parece una utilización artesanal del material. De ahí la apariencia de que la creación de obras es también una actividad artesana, cosa que no es jamás. Pero la fijación de la verdad en su figura sigue teniendo siempre algo de uso de la tierra.
M. Heidegger. El origen de la obra de arte



Angel Delgado. Historias paralelas LIII,  2007

Si en el fragmento anterior sustituyéramos la palabra “tierra” por la palabra “mierda” se nos revelaría en el obrar de Angel Delgado un toque irónicamente heideggeriano. Digo “irónicamente” porque las referencias a ese obrar parecerían confirmar el discurso de Heidegger mientras lo sabotean. Angel Delgado permanece en la memoria del arte cubano por su performance La esperanza es lo último que se está perdiendo (1990), durante el cual profanó el periódico Granma (órgano oficial del Partido Comunista de Cuba), durante la inauguración de la muestra “El objeto esculturado”. El objetivo de su acción no era únicamente el de la profanación en sí, sino la creación de un objeto artístico con desechos humanos. Era un gesto que cuestionaba la naturaleza de la obra de arte, introduciendo la naturaleza en el campo de lo artístico, y que se conectaba intuitivamente con ese punto de radical inflexión que fue el accionismo vienés de la década de 1960. Por supuesto que en la acción de Angel Delgado había un reto al poder del Estado, pero también había un reto a las ideas de “arte”, de “objeto” y de “obra”.  De hecho, había un reto a laidea, mientras la materia tenía un nivel de presencia total, y al mismo tiempo parecía impugnarse ala materia -innoble y casi innombrable-, carente ya de contenido y de idea. En la acción de Angel Delgado había ciertamente un obrar, pero no estoy seguro de que el resultado -ese “objeto perdido”, diría Hal Foster- fuera una obra. Si el origen de la obra está en el cuerpo, ya no hay esencia a la que el artista ni la obra deban fidelidad. Pudiera decirse con Heidegger que a la palabra “arte” ya no corresponde nada real. Y sin embargo, ¿hay algo más real que la mierda?




Géneros. Acciones y representaciones (reencuentros en Oaxaca)

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Luis Enrique García. De la serie Campos abiertos
Los temas que tienen que ver con el género parecen exigir una intervención más drástica del cuerpo en la representación fotográfica. En esos casos a la representación no le basta con las operaciones programadas por el código fotográfico. A veces ni siquiera basta con la puesta en escena. Hace falta entender lo pre-fotográfico, o incluso lo extra-fotográfico, como espacios para la acción. El cuerpo participa. El cuerpo actúa. Y el artista participa y actúa mediante su cuerpo o los cuerpos de otros.
Reencontré en Oaxaca a varios fotógrafos con los que ya he trabajado en los programas de Fotoensayo y otros talleres de Página en blando. Algunos de ellos están agarrando al toro por los cuernos y buscando soluciones para una representación del cuerpo, que sea inteligente y responda a una sensibilidad contemporánea. Los más avanzados en ese propósito son precisamente los que están resolviendo el problema de la acción como parte del problema de la representación.
Ariadna Rojas se ha vuelto más radical en su búsqueda y ya tiene resultados muy interesantes con su serie Por mi cuerpo te conoceré. Por mi cuerpo me conocerás. Como ven, el título es demasiado largo y poco poético; esperemos que la autora se decida a mejorarlo. Para esa serie, Ariadna ha venido citando a distintas personas en su estudio, para realizar sesiones de retratos. Sin previo aviso, la fotógrafa comienza a desnudarse mientras retrata a los sujetos. El retrato en sí sólo es importante como documentación de la reacción de las personas ante las acciones de la fotógrafa. El cuerpo de la fotógrafa nunca aparecerá en las fotos; sin embargo será evocado mediante esos retratos, equívocos, y mediante el texto que los acompaña, donde narra el evento. Hay un cambio de roles y un cambio de posiciones para la mirada. Hay una exposición del cuerpo propio a una situación llena de imprevistos. Y hay una solución formal basada en la sobriedad y en el equilibrio entre figuración y discurso. Todas esas características implican una salida de los lugares comunes y un buen punto de arranque para una fotógrafa joven.

Ariadna Rojas. De la serie Por mi cuerpo me conocerás...

Bertha Adriana Cervantes tiene una serie titulada Santos de mi devoción, que está muy a tono con esa tendencia actual a trabajar dentro del grupo familiar, en el espacio doméstico y aludiendo siempre a la memoria de la familia. Es una memoria femenina, que mantiene como referente imperturbable al fantasma del patriarca. No tiene muchas ambiciones conceptualistas. Lo que ha puesto a funcionar aquí es una especie de dispositivo de sanación, ritual, lúdico y por momentos, dramático.Y creo que su obra va a estar bien mientras se mantenga dentro de ese rango modesto. Me parece que la principal virtud de sus fotografías es la vitalidad. Las composiciones transmiten mucha energía. Los encuadres y los ángulos traducen la dinámica de las situaciones fotografiadas. Los colores cálidos son un poco monótonos, pero no lastiman a la mirada. Bertha Adriana resuelve con elegancia la representación del cuerpo femenino, incluso en ese retrato de la mujer a contraluz, con el torso desnudo, en el que lo melancólico se acerca peligrosamente a lo cursi.

Bertha Adriana Cervantes. De la serie Santos de mi devoción
La serie Bajo los párpados, de Claudia López, tiene imágenes muy potentes. Aunque no parece interesada en producir un discurso de género, es notable la centralidad de la figura femenina, en las fotos donde aparece ella misma, o en otras donde aparecen miembros de su familia. Ya sé que es un lugar común, pero siento en ese trabajo la energía que se le atribuye a las mujeres del Istmo. El proyecto requiere todavía una edición más concienzuda, pero en cuanto se deseche la hojarasca se logrará un conjunto muy sólido y muy centrado en los temas de la memoria y el sueño, lo misterioso y lo mágico. Será difícil evitar que algunos aprecien o critiquen esta serie por lo que tiene de pintoresco, pero ese es el riesgo que se corre cuando se trabaja desde una visualidad y unos referentes culturales con tanta pregnancia.

Claudia López. De la serie Bajo los párpados
La obra de Luis Enrique García ejemplifica la pertinencia de abordar las cuestiones de género desde el cuerpo masculino, o desde una crítica de las relaciones entre el hombre y su cuerpo. Es también un ejemplo de lo productivo que resulta trabajar en ese cruce entre acción y representación. En algunas de sus imágenes más elocuentes se advierte incluso una crítica de la representación, en tanto crítica de modelos iconográficos que ya están legitimados por la historia del arte occidental. También puede ser leída como una crítica de la representación la exhibición de la puesta en escena, en lo que tiene de exhibición del dispositivo teatral-fotográfico. Esa exhibición, por cierto, es más impúdica y genera más incomodidad que la exposición de los cuerpos desnudos. Crea incomodidad en la mirada del espectador y genera confusión en la percepción del espacio, que aparece como fragmentado y carente de unidad. En el fondo lo que se frustra es nuestra necesidad de ser ilusionados con el recurso de la verosimilitud fotográfica. Pero yo siento que ese énfasis en el aspecto escenográfico resta fuerza a la tensión entre los cuerpos masculinos, que considero el verdadero foco de intensidad estética. De todas formas Campos abiertos es una serie que rezuma autenticidad y en la que los temas de identidad, género y memoria se entrelazan mediante una narrativa sutil y convincente.


Luis Enrique García. De la serie Campos abiertos

Luis Enrique García. De la serie Campos abiertos
Bertha Adriana Cervantes. De la serie Santos de mi devoción





Claudia López. De la serie Bajo los párpados


Cuba como ficción. Fotografías de Marcelo Feitosa

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El juego empieza así: ¿A que no adivinan dónde fueron tomadas estas fotografías? Como cualquier otro lugar turístico, la isla de Cuba está bañada por los estereotipos, y a los fotógrafos de visita no les alcanza el tiempo para ir más allá de la escenografía de museo tropical con carros americanos, retratos del Che Guevara y mulatas exuberantes. Los íconos locales son evidentes y seductores. Y la gente colabora. Les gusta coquetear con la cámara, hacerse mirar, sentirse protagonistas. A veces pienso que en realidad son ellos los que dirigen al fotógrafo. Le dicen qué y cómo observar, dónde colocarse, cuál es la foto imprescindible. Le ofrecen la realidad como señuelo, pero al final del camino sólo queda lo predecible. Lo más fácil de fingir y de olvidar.
Pero estas fotografías no fueron tomadas en Cuba. Marcelo Feitosa hizo este ensayo en Recife, entre los años 2008 y 2009, y lo tituló Cuba. La gente no se daba cuenta del engaño hasta llegar al final de la exposición y ver los textos. Aprovechando las semejanzas entre ambos lugares, el fotógrafo creaba una ironía sobre la semejanza.
Este es un proyecto sencillo y con un tono afable. Se manipulan las expectativas del público, pero sin esa pose humillante que a veces adquiere cierto arte contemporáneo. Es un proyecto inteligente e inteligible. Y es divertido, sin renunciar a una elaboración conceptual bien pensada.
Fotografiar Recife y llamarle “Cuba” implica una selección, un “recorte”, dice Feitosa. Pero no todo es visual en ese proyecto. La palabra “Cuba”, como título de la serie, es el principio de un discurso. Es un gesto verbal que irrumpe entre la fotografía y lo fotografiado. Sin ese gesto sus fotografías pudieran ser como otras cualquieras, hechas en Cuba, o en Recife.
Se trata de un juego con la credulidad de la gente y con la confiabilidad de la fotografía y de la palabra. Aquí el fotógrafo aprovecha la transparencia del estereotipo visual para darle más eficiencia a la función del nombre. Nombra las cosas y es como si las fotografiara de nuevo. Introduce el sustantivo y evoca una sustancia.
A Marcelo Feitosa le interesa la ilusión como componente central del realismo. A mí me interesa la ficción como componente del recuerdo. En ambos sentidos la Cuba, de Marcelo Feitosa, se sostiene estéticamente.

Marcelo Feitosa. Cuba

Marcelo Feitosa. Cuba

Marcelo Feitosa. Cuba

Marcelo Feitosa. Cuba

Marcelo Feitosa. Cuba

Geographica. Una exposición difícil de ver

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Geographica es una exposición difícil de ver.  Está compuesta por impresiones de paisajes desvaídos, casi fantasmales, carentes de contraste, en los que apenas asoma con timidez algún que otro contorno, alguna sombra, sobre el blanco absoluto del papel fotográfico. La delicadeza de los grises y la disolución de las líneas les dan un toque aéreo. Parecen dibujos. Prácticamente no remiten a la fotografía. Les falta ese exceso de realidad al que está acostumbrada nuestra mirada.
¿A dónde se fue lo interesante?¿A dónde se fue el shock? La ausencia de impacto visual pudiera ser justamente lo que invita a la contemplación. Ya sé que el arte “contemplativo” no goza de mucho prestigio hoy día porque se asocia con cierta pasividad por parte del espectador, o con cierto mutismo sospechoso. Pero la verdad es que seguramente hay más pasividad en la aceptación de lo previsible. De todas maneras frente a estas obras de Beatriz Díaz hay que moverse, hay que ponerle intención a la mirada, hay que mirar con todo el cuerpo.
Para llegar a esas imágenes Beatriz Díaz siguió un camino un poco más largo de lo normal. Comenzó por copiar una serie de fotografías de National Geographic, que habían sido publicadas en la segunda mitad de la década de 1970, las despojó del color y los tintes, les quitó la mayoría de los elementos significativos y las volvió a imprimir como fotografías casi transparentes.
Así entendida, la serie Geographica surge de la apropiación y la manipulación, pero también surge de la memoria. Beatriz escogió esas revistas porque pertenecen a la colección de sus padres y escogió ese período porque corresponde a los años previos a su propio nacimiento. Dice que le interesaba fotografiar el paisaje que le precedió. Supongo que también disfrutó el volver a hojear las páginas, como recordando ese sentimiento ambiguo que nos invade al manosear un objeto prohibido. Beatriz dice que esos paisajes pertenecen a un subconsciente colectivo. A mí me resulta más atractiva –y no sólo por modesta- la idea de que todo en este proyecto tiene que ver con su propio subconsciente y con su propia nostalgia.
En la fotografía documental hay mucho de espectáculo y mucho de fetichismo y probablemente en National Geographic podemos encontrar abundancia de ambas cosas, bajo el velo de lo interesante y lo pintoresco. Aunque Beatriz Díaz no se lo haya propuesto, su proyecto termina siendo antifotográfico. Lo que ella califica como “paisaje imaginario” no tiene cabida en la sobreabundancia de la fotografía contemporánea.
Terminé de ver Geographica y me puse a ver estampas japonesas. La delicadeza del color y los dibujos del Ukiyo-e no reprimen un aire mundado en los grabados. Y sin embargo me ayudan a retener un poco más la ilusión de que tengo una relación espiritual con el paisaje.